(25ª entrega)
Lo
mismo pensé a la mañana siguiente, cuando llamé a casa desde una cabina
pública. No había nadie, y tardé en colgar el teléfono. Durante el desayuno
había decidido quedarme unos días, pero por supuesto necesitaba ropa y dinero,
y había querido pedirle a Manu que me lo trajese. Por lógica, debería estar en
el instituto, pero yo había tenido la esperanza y al mismo tiempo el temor de
que estuviese en casa, porque solía tolerar malamente las situaciones de
crisis. De nuevo no sabía qué hacer, si volver o quedarme con lo puesto.
-
¿Qué? ¿No hay nadie?
Su
voz tenía ese tono inexpresivo con el que hacía preguntas para evitar que
fueran demasiado personales.
-
No, parece que no. – dije y juntos volvimos al coche. Mientras arrancaba, soltó
una risotada diciendo:
-
Mira, tengo una idea disparatada. Ya que no hay nadie, ¿ por qué no te llevo a
tu casa, recoges lo que te haga falta y dejas una nota para tu hijo. ¿Qué te
parece? ¿Demasiado rocambolesco?
Estaba
a punto de reírme con él, pero me había hecho a la idea de poderme cambiar de
ropa, y de no tener que pedirle dinero hasta para llamar por teléfono, así que
me callé. El fumador interpretó mi silencio como rechazo, y dijo con la voz más
serena:
-
Tienes razón, parece el guión de una telenovela.
Pero
yo estaba pensando en otra cosa:
-
La escritura manual no se me da bien últimamente, - dije y le pregunté: -
¿...te importaría?
Por
supuesto que no le importaba, y aproximadamente una hora más tarde metía poco a
poco el coche en el garaje del bloque de apartamentos donde yo vivía. Me
acompañó hasta el ascensor, y no fue fácil convencerlo para que me esperase en
el coche y me dejara subir sola, pero no quería arriesgarme a un encuentro
entre él y Pedro.
Desde
el ascensor a casa fui sin problemas, pero nada más abrir la puerta, me tropecé
con unos zapatos que estaban en medio del pasillo y por poco me hubiera caído.
Noté que el corazón se me había subido a la garganta, y me paré en seco
recordándome a mi misma que esta era mi casa, y que tenía que ser capaz de
orientarme en su desorden acogedor. Con cuidado cogí un taburete de cocina que
tenía ruedas, y lo empujé delante de mi hasta el dormitorio. Allí busqué un
bolso de viaje que curiosamente estaba exactamente donde debía. Lo llené con
ropa interior y algunas otras cosas, y estaba cerrando el armario cuando
escuché que alguien venía por el pasillo. Casi se me escapó un taco, pero no
fue Pedro ni tampoco Manu.
-
Estabas tardando tanto que empecé a preocuparme, - dijo el fumador sin
esforzarse por resultar convincente: - Además no habías cerrado la puerta de
entrada; cualquiera podría haber entrado al igual que yo. – Con eso me quitó el
bolso de la mano.
Ahora
que sabía que era él, me hubiera gustado agarrarme a su brazo, pero algo
quedaba por hacer.
-
Tengo que poner la nota en el cuarto de Manu, - le expliqué abriendo la puerta.
Silbó
entre los dientes.
-
¡No des ni un paso más! – me sujetó con la mano: - ¡Vaya, desorden!
El
cuarto olía a cerrado y a zapatillas de tenis que seguramente estaban tiradas
por el suelo, así que le di la nota pidiéndolo que la dejara donde más llamaría
la atención.
Volvió
enseguida, salimos del piso y llegamos al garaje sin ver a nadie, pero cuando
puso el coche en marcha, me acordé del dinero que había querido llevarme y que
se me había olvidado. Probablemente hice un gesto de contrariedad, porque paró
de nuevo, y me preguntó:
-¿Qué
te pasa? ¿Se te ha olvidado algo?
-
Quería llevarme algo de dinero. No es lógico que tengas que pagar tú todo el
tiempo.
Su
respuesta sonó completamente impersonal:
-
Si tanto te desagrada, tendremos que volver, pero ¿crees que vale la pena?
No
podía decir que sí, porque yo estaba contentísima de que habíamos llegado al
coche sin encontrarnos con Pedro o con Manu.
-
Pues, entonces....., - su voz había recuperado algo de su timbre habitual.
Volvió
a arrancar el coche, pero nada más salir del garaje se paró de nuevo.
-
Por la derecha viene una mujer de unos treinta años con un bebé en brazos.
Parece que quiere hablar contigo.
Bajé
un poco la ventanilla.
-
Hola, - saludó encantada la vecina, y yo estaba segura de que hacía todo lo
posible para ver quién estaba conduciendo: - ¿Ha vuelto? Anteayer su hijo la
estaba buscando.
Se
calló, y yo intenté ser lo más brusca posible.
-
Sí, - dije sin más, - como puede ver, he vuelto.
Pero
no iba a ser tan fácil.
-
¡Dios mío!, - exclamó: - ¿Qué ha pasado con su cara? ¿Se ha dado un golpe?
Empecé a cerrar la ventanilla.
-
Sí, sí, me he caído, - murmuré: - Pero no ha pasado nada. Hasta pronto.
-
Hasta pronto. – La oí decir bastante perpleja, mientras el coche se puso en
marcha por enésima vez como me parecía, pasando con algo más de velocidad por
el bache de la salida, y girando a la derecha.
-
Podrías haberme presentado como tu primo, el del pueblo, - intentó bromear el
fumador, pero parecía estar pensando en otra cosa. Hubiera querido preguntarlo
en qué, pero luego se me ocurrió que había sido la primera vez que alguien nos
veía juntos, y que a lo mejor hubiese preferido continuar sin ser visto, porque
con ocasión de sus visitas siempre lo había evitado.
Cuando
al rato rozó mi rodilla con su mano, se tensaron mis músculos como en un
reflejo, y él volvió a quitar la mano.
Fuimos
durante un tiempo en silencio, hasta que noté que el ruido del tráfico
disminuía, y cuando se paró se oía el murmullo de las olas del mar.
-
¿Estamos en el mismo sitio que ayer? – pregunté por hacer un comentario
distendido.
Pero
él dejaba que se extendiera entre nosotros ese silencio tenso y extraño. Cuando
finalmente dijo: - Debería explicarte unas cuantas cosas.... – su voz no era
abiertamente contrariada, pero yo intuía que iba a decírmelo porque se sentía
bajo la obligación de hacerlo, y me acordaba de las innumerables veces en las
que Pedro me había forzado a explicarle cosas que para mí no debían ser
explicadas. Y me sentía tan bien en la compañía del fumador que realmente no
necesitaba saber más de lo que él quería contarme sin presiones de tipo alguno.
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