(24ª entrega)
-
¿Te duele mucho?
Me
guiaba y empujaba hasta que me había sentado en un banco bastante duro; luego
iba y venía y hacía ruidos que no podía interpretar. De pronto me puso un
paquete congelado en la mano.
-
¡Vamos, mantenlo donde te has dado el golpe! El chichón está subiendo por
momentos.
El
hielo me dolió tanto que lo quité enseguida.
-¿Qué
pasa? – preguntó y su voz no era precisamente
amable.
-
Me duele, - dije pusilánime.
Suspiró
y se sentó a mi lado, desplazándome hacia el interior del banco. Luego puso el
hielo sobre mi sien y lo sujetó allí diciendo: - ¡Chis! – cuando quería
quejarme. Al cabo de unos minutos, las punzadas aflojaban, y el fumador colocó
mi mano encima del hielo.
-
Mantenlo un ratito más para que yo pueda calentar el pollo.
Sentía
como el suelo se balanceaba suavemente bajo sus pasos, y lo oía coger platos y
cubiertos. Después vino el clic-clic de un encendedor eléctrico, algo empezaba
a chisporrotear, y el pollo asado volvía a oler muy apetitoso. De nuevo, el
fumador se acercó donde yo estaba y me quitó el hielo de la mano.
-
Ven, querrás lavarte las manos, y también hay un aseo.
Me
guió adentro de un minúsculo cuartito, y me enseño sin rodeos donde se
encontraban todas las cosas. Lo hizo con tanta naturalidad que resultaba mucho
menos violento de lo que podría haber sido, y cuando cerró la estrecha puerta
desde fuera, conectó una radio cuya música encubría cualquier tipo de ruidos.
Cuando
abrí la puerta, me lo encontré delante alcanzándome un tejido algo áspero.
-
Si quieres cambiarte, ponte esto, es un jersey que da calor. Por las noches, el
aire se mete por todas las rendijas de la caravana.
Contenta
con la idea de quitarme el jersey sudado, volví a meterme en el aseo, y me
cambié. Luego, sintiéndome tan bien como podía haber deseado en esas
circunstancias, salí con cierta precaución, pero mi mano adelantada se encontró
enseguida con la suya. Apoyó la palma de su mano contra la mía, y entrelazó
nuestros dedos.
-
Es simplemente increíble que estés aquí conmigo, - dijo con voz muy baja, -
Vamos a celebrarlo.
Me
llevó al banco y se sentó a mi lado. Había preparado una salsa picante para el
pollo, y tomamos vino y hablamos poco, lo cual me parecía estupendo.
Constantemente estaba pendiente de mí, pasándome lo que necesitaba, cortándome
la carne en trozos pequeños, y finalmente dándome pedacitos de pan mojados en
salsa, de manera que me entraba un bienestar que no recordaba haber sentido
durante demasiado tiempo. Al intentar acordarme precisamente de una situación
parecida, me había quedado pensativa, lo que le hizo decir:
-
Un penique por tus pensamientos, - se rió y me dio un beso en la mano.
-
No valen ni eso. – También yo me reía.
Suspiró
y se levantó estirándose.
-
Me tengo que ir durante una hora más o menos, - dijo: - Cerraré con llave
porque es la costumbre, así que no creas que te he encerrado a propósito. ¿Te
quieres acostar?
Mientras
hablaba, parecía por los ruidos de la vajilla y los cubiertos que estaba
rápidamente quitando la mesa. Después, me llevó de la mano hasta un sofá o una
cama. Me acosté, y él me tapó con una manta tan áspera como el jersey que me
había dado. También me volvió a traer la bolsita de hielo para que me la pusiera
sobre el chichón, aunque, como me decía con su risa contenida, un ojo morado
iba a tener de cualquier manera.
Después
pasaba varias veces de un lado a otro, siempre provocando ese ligero vaivén del
suelo que cada vez me llamaba menos la atención. Antes de irse, se agachó y se
despidió acariciándome el pelo.
-
No te asustes si oyes voces. Las caravanas están a poca distancia entre si,
pero aquí sólo vivo yo, y ahora tú, en cierto modo.
El
suelo volvía a balancearse cuando el fumador se fue hacia la puerta, salió y
cerró con llave desde fuera. Con su ida se acabaron todos los sonidos cercanos,
y los ruidos de fondo se hacían más definidos y fuertes. Los retazos de música
del circo sonaban claros y acentuados, y su compás era tan variable que
seguramente se ajustaba al espectáculo. Escuchando me di media vuelta sin
pensar en el hielo que se resbaló. Cuando toqué con precaución el chichón lo
notaba duro y muy caliente. Me acomodé nuevamente y puse el hielo en su sitio.
Quería mantenerme despierta, pero el vino me había dado sueño, y finalmente me
quedé dormida.
Medio
en sueños oía como un perro ladraba de vez en cuando, y como la música que
había callado durante algún tiempo, empezó a sonar de nuevo. Ahora también se
escuchaba el aplauso, pero luego la música aumentaba de volumen, y unas voces
se acercaban.
-
¿Para qué se ha traído a mi mujer, payaso de poca monta?
Era
Pedro quien hablaba.
-
Al contrario de lo que Usted hace, la dejo hacer lo que ella quiera.
La
voz del fumador era baja pero perfectamente audible.
Pedro
se puso histérico:
-
Usted no tiene derecho a hacer ni dejar de hacer nada con respecto a ella, y no
importa lo que ella quiera o no. Últimamente, ni ella misma sabe lo que quiere.
-
¿No será que finalmente se ha dado cuenta de lo que quiere?
Me
desperté bruscamente y me senté con la espalda rígida por el susto. El hielo
volvió a caerse, esta vez al suelo, y ya estaba a punto de levantarme para
buscarlo, cuando escuché la llave en la puerta.
El
fumador encendió la luz y se acercó con sus rápidos pasos, haciendo que la
caravana se moviese como una barca.
-
¿Cómo estás? ¡Vaya, esto sigue muy hinchado! Claro, si pones el hielo en el
suelo, no es de extrañar. Espera, lo limpiaré.
A
los pocos minutos estaba otra vez acostada, de lado y con el hielo sobre la
sien. El seguía yendo y viniendo sin que yo supiera para qué. Luego apagó la
luz y se tumbó detrás de mí, tapándonos a ambos y sujetando bien la manta.
Intenté dejarle más espacio, pero la cama era estrecha para dos, de manera que
su cuerpo casi me rozaba, y no me atrevía a respirar porque de pronto me
parecía tan increíble que un desconocido estaba acostado conmigo, no, que yo
estaba acostada con un desconocido que había puesto un brazo encima de mi
cuerpo y cuyo aliento me hacía cosquillas en la nuca.
-
Si sigues sin respirar, - dijo con voz soñolienta: - Tendré que llevarte al
médico, y éste al ver el chichón, llamará a la policía, y....
Tuve
que reírme y respiré hondo.
-
¿No has hablado allí afuera por casualidad con Pedro? –pregunté: - Me parecía
oírlo delante de la caravana.
Tardó
en contestar, pero finalmente dijo:
-
Esto sería antes de que le aplastase la cabeza con el gato, o ¿crees que habría
otra manera de impedir a ‘tu’ Pedro que entrase?
Me
sonreía al abrigo de la oscuridad que me rodeaba desde hacía tanto tiempo,
porque durante un momento me había permitido escuchar en su voz algo de celos.
Antes de volver a quedar dormida, oí como ladraba el perro afuera, y pensé en
Manu, y en cómo se las estaría arreglando en esa situación.
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