(22ª entrega)
-
Entonces, ¡me marcho yo!
Sin
pensarlo dije la primera cosa que me pasaba por la cabeza. Pedro se rió, pero
su risa no era amable.
-
¿Tú? ¡En tu estado! ¿Sin tu Manu? O ¿te lo piensas llevar de lazarillo?
Me
callé, no por motivos diplomáticos como otras tantas veces, sino porque no se
me ocurrió nada.
-
¡Vaya! – Pedro estaba encantado: - Eso sí que es raro que tú no tengas ninguna
respuesta a punto.
-
Me cuesta creer, - dije sabiendo que mi contestación no era la más adecuada: -
que puedes suponer realmente que puedes irte a vivir con una, - esta vez sí que
me lo callé por diplomacia: - ehem, con otra mujer, para volver a las pocas
semanas con nosotros, como si no hubiese pasado nada.
-
Todo este asunto fue un gran error, - Pedro aclaró su voz que cada vez estaba
más tomada: - pero mirándolo bien, no hay que buscar la culpa solamente en mí.
También
mi voz se había vuelto ronca, si bien más por la necesidad de controlarme:
-
La culpa de ¿qué?
-
Bueno,.... ¡de mi marcha, de mi huída de este infierno! – Hizo una de sus
pausas dramáticas que yo conocía de sobra de nuestras innumerables discusiones:
- Primero te abandonas y enfermas por tu sobrepeso y tu histerismo, y ahora
debo cuidarte y atenderte.
Me
mordía los labios y no decía nada, porque lo que hubiera querido decirle me
sonaba tan lastimero que prefería tragármelo, junto con la bola que me apretaba
la garganta.
-
Claro, te haces la víctima como siempre, - Pedro aprovechó mi silencio para
continuar: - En lugar de pensar en el niño que te necesita, para no hablar de
mí, porque de mí ya sé que pasas de cualquier manera.
-
Esto es la única verdad en toda la basura que acabas de soltar. – Le eché en
cara: - Pero aquí no te vuelves a instalar. El abogado me ha dicho que no
podemos convivir si queremos pedir la separación.
-
Este es tu problema, y no el mío. ¡Fuiste tú quien empezó ese rollo de
abogados!
Ninguno
de los dos había escuchado entrar a Manu.
-
¿Qué es lo que pasa ahora? – dijo desde la puerta: - Papá, ¿por qué gritas
tanto si apenas tienes voz por el catarro?
Se
acercó tirando su mochila al suelo, porque escuché como se deslizaba y hacía
vibrar los vasos de la vitrina. Pedro cambió de tema:
-
¿No puedes tener algo más de cuidado? Ven conmigo a la cocina, para que se
calme tu madre que está histérica.
Pedro
se alejaba con sus pasos pesados, y Manu aprovechó para susurrarme al oído: -
¡No te preocupes, yo lo distraigo!
Le
intenté sonreír, pero la puerta ya se había cerrado, y los oía hablar en la
cocina, sin entender lo que decían. Pero tampoco prestaba mucha atención porque
estaba centrada en mis propios problemas: ¿Cómo podía impedirle mudarse a su
propia casa? ¿Qué podía hacer en mi estado de invalidez?
Sentía
una fuerte presión en el pecho y la garganta, y salí silenciosamente al
pasillo. Padre e hijo hablaban en la cocina, y sus voces subían y bajaban de
tono. Cogí mis llaves de su sitio detrás de la puerta, y abrí sin hacer ruido.
Afuera hacía bastante más frío que en el piso, y el descansillo olía a potaje.
Iba cerrando poco a poco la puerta, y al final metí la llave en la cerradura
para evitar el ruido del resbalón. Cuando me di cuenta estaba en el rellano,
sin saber a dónde ir, así que guiándome con las manos, continué a lo largo de
la pared y casi sin querer, pulsé la llave de la luz. Mis malditos párpados que
no me dejaban ver lo que me rodeaba, se encendieron en un rosa bastante fuerte,
y el contador del mecanismo de luz empezó a hacer tictac.
Según
mis cálculos pasaba por la puerta de la vecina del bebé, y luego por la
siguiente que exhalaba un fuerte olor a verduras y ajo. Desde el fondo del
pasillo, donde vivía el joven ingeniero con su amiga, se escuchaba la voz de
una mujer gritando unos tacos, alguien daba un portazo y ya no se oía nada.
Había
llegado casi hasta la escalera, y buscaba el botón del ascensor que tenía que
estar a mano derecha. El ascensor se puso en marcha y se paró en nuestro piso.
Abrí la puerta con cuidado y entré en la cabina. Después de más de veinte años
en el mismo edificio, sabía perfectamente dónde encontrar la fila de los
pulsadores, y apreté el del garaje. En la planta del aparcamiento, salí del
ascensor, di por mera costumbre la luz, y me fui hacia la izquierda donde
encontré sin ningún problema nuestro sitio.
Como
otras tantas veces el coche estaba muy pegado a la columna siguiente, pero pude
abrir la puerta del conductor, y agotada, me dejé caer sobre el asiento. Luego
cerré la puerta y activé el cierre centralizado. El coche olía a gasolina, a lo
que se juntaba un leve olor a sudor, porque mis manos estaban empapadas, al
igual que el jersey. Intenté calmarme con un ejercicio de relajación del curso
de Tai Chi, pero apenas notaba el resultado.
La
luz del garaje se apagó de nuevo, y yo tiritaba y temblaba por el enfado y los
nervios, y me sentía fatal. Desesperada, me puse a echar pestes a media voz,
rebuscando en mi memoria los peores tacos que sabía. Por desgracia, mi reserva
de insultos, si bien políglota, no es muy amplia, y pronto volví a quedarme
callada y reducida a mis temores y preocupaciones.
-
No lo he entendido todo, ni mucho menos, pero había cosas bastante fuertes.
¿Dónde has aprendido tantas palabrotas?
La
ventanilla estaba medio abierta, y su voz me habló directamente al oído. Me
sobresalté:
-
¿De dónde sales? – pregunté sin rodeos: - ¿Cómo es que siempre vienes cuando
menos te espero? – ‘..... y más te necesito, añadí para mí.
Evitó
contestarme levantando el cierre de la puerta. La abrió, y me rodeó con sus
brazos. Durante un rato no dijimos nada, pero finalmente me preguntó por qué
estaba sentada en el coche, a solas en el garaje, y en mi deseo de darle una
contestación convincente, levanté mi voz que resonaba a través del aparcamiento
con sus escasa altura y sus columnas incómodas, y sentí como la rabia y el
disgusto me llenaban de nuevo. Ya no recuerdo qué le conté ni de qué me quejé,
pero sé que después de algún tiempo me daba cuenta de que me estaba repitiendo,
y me callé.
Tampoco
él decía nada, durante tanto tiempo que extendí mi mano buscando la suya. Me la
cogió, la acercó a su boca y sopló su aliento ahumado sobre ella. Luego
cuchicheó misteriosamente:
-
¿Tienes ganas de dar una vuelta?
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