(16ª entrega)
Cuando
me dirigí a Pedro intenté hacerlo con algo de dignidad:
-
¿Para qué has molestado al doctor? Sabes que no hay ninguna razón para ello. Ya
lo hemos consultado con nuestro médico de cabecera, y ahora tenemos que esperar a que nos comuniquen la
cita.
Pedro
no me contestó, así que se lo dije directamente al médico: - De verdad que
siento que Usted haya venido para nada, pero mi marido al parecer se ha
precipitado.
Entonces
Pedro quiso defender su cuento del conocido, pero lo corté con algo menos de
dignidad pero todavía bastante serena: - Esto no es una película de la serie B.
¿Qué pretendes? ¿Ingresarme en contra de mi voluntad? No seas ridículo.
Aquí
intervino el médico: - Señora, estoy seguro de que su marido sólo quiere lo
mejor para Usted, y – se paró y añadió con una amabilidad que me parecía
bastante falsa: - ¿Usted me entiende bien? Mi marido me ha dicho que es Usted extranjera.
A
Pedro se le escapó un suave silbido porque él sabe cómo me provocan este tipo
de comentarios, y no se equivocó.
-
Naturalmente lo entiendo, - contesté secamente: - o ¿tiene la impresión de que
estoy hablando en un idioma que no sea el suyo?
El
médico se rió como si yo hubiese contado un chiste:
- No, claro que no. Sólo fue una pregunta que
suelo hacer al tratar con tantos turistas aquí en nuestro municipio...
Después
de treinta años en este país, no hay casi nada que me irrite más que si alguien
me relaciona con el turismo.
-
Habiendo aclarado que disponemos de una base común para comunicarnos, - dije en
tono hostil: - dígame con claridad qué es lo que quiere de mí. Así acabaremos
antes.
-
Su marido me ha consultado, - también de su voz había desaparecido la simpatía
rutinaria con la que antes me había hablado: - porque Usted lleva semanas
negándose a abrir los ojos. Parece que Usted misma lo ha asimilado
perfectamente, pero ¿no se da cuenta de que su familia está sufriendo? Su
marido está agotado y no puede dormir, y según lo que tengo entendido, también
su hijo está muy afectado.
-
Es cierto que no me he dado cuenta de las dificultades de mi marido para
conciliar el sueño, - aquí me paré un segundo disfrutando con la idea de cómo
estaría Pedro que odia a muerte explicar sus intimidades a personas ajenas: -
Digo que no lo sé, porque mi marido se ha mudado hace unas semanas y ahora
comparte piso, aquí mismo, dos plantas más abajo, con otra señora, sin
importarle en lo más mínimo el estado emocional de su hijo.
Pedro
no dijo nada, y después de un momento, el médico intervino en tono de
conciliación: - Sería un ingreso por pocos días. ¿No cree Usted que debe hacer
algo? La cita de la que me habla puede demorarse varios meses. Además tuve la
oportunidad de hablar con su hijo que – como Usted sabe mejor que nadie – está
muy nervioso.
Eso
era un golpe bajo, y no sabía cómo contestar.
La
llave de Manu en la puerta de entrada, me salvó por los pelos. Entró y
seguramente tiró su chaqueta de cualquier manera, porque Pedro protestó entre
dientes.
-
Hola a todos, - dijo Manu repartiendo un fuerte olor a McDonald's y motor de
moto, y se acercó para darme un beso. Luego se paró en seco, seguramente porque
había visto al médico:
-
Papá, ¿qué pasa? ¿Por qué ha venido el médico?
-
Hola, Manuel, - dijo el médico con voz de importancia, pero Manu no le
contestaba, sino que se dirigió a Pedro.
-
Papá, dijiste que no ibas a obligar a Mam a nada.
Su
voz sonaba tan excitada, que extendí mi mano hacia él, y le sonreí.
-
Baja de la palmera, mono, - le dije cuando cogió mi mano: - Sabes lo que me
cuesta andar por la calle, así que Papá ha conseguido que el médico viniera
para recetarme una cosa.
Giré
mi cara hacia dónde supuse que estaría el médico:
-
Mi marido pasará por su consulta, doctor. Pedro, por favor, acompáñale al
doctor.
Mi
fría cortesía dio resultado, el médico se fue con Pedro y después de hablar un
momento en el pasillo, los dos salieron de la casa.
Tranquilicé
a Manu bromeando sobre el médico, y después de unos minutos, él mismo cambió de
tema anunciándome para la tarde-noche la visita de unos cuantos amiguetes. Como
tenía práctica suficiente, capté el mensaje: - Quieres decir que necesitas el
salón. ¿Vais a ver una película?
El
video del cuarto de Manu no funcionaba bien y no servía para ver DVDs.
-
No, para nada.... a no ser que insistas...De seis a nueve, aproximadamente, -
dijo Manu que ya se iba a su cuarto: - ¿Vale, Mam?
Sí,
claro que valía, aunque significaría para mí quedarme encerrada durante tres horas
en el dormitorio, porque no me apetecía mostrar mis limitaciones ante los
amigos de Manu, pero con un bocata de queso y mi discman, el tiempo no se me
haría tan largo.
Y
al principio fue así: incluso con los auriculares puestos, los escuchaba hablar
y reírse a carcajadas siempre que alguna broma les hacía especialmente gracia.
Manu vino a verme una vez para preguntarme si también quería pizza, pero no
tenía ganas, o si tenía ganas de pizza pero no de comérmela en el dormitorio
como la loca de la torre. Estaba dando un bocado a mi bocadillo, y aunque
intenté encontrarle la gracia a mi propia ocurrencia, el trozo que comía se
había convertido en chicle. Me lo tragué trabajosamente, y me quedé parada,
quitándome los auriculares y oyendo de lejos cómo se reían Manu y sus amigos en
el salón.
La
soledad me invadía sin previo aviso, y tuve que hacer un esfuerzo para no
perder el control. Intenté convencerme de que ya hacía años que yo misma era mi
única compañía, y que al menos tenía el cariño de Manu. Pero mientras había
podido moverme sin limitaciones de ningún tipo, había aprovechado tardes como
ésta para coger el coche e irme a algún sitio de compras o a ver una
exposición. Quizás debería de aceptar la ayuda de un psiquiatra con tal de
salir del embrollo en el que estaba metida. Pero ‘Y ¿quién te garantiza que te
dará una solución?’ murmuraba mi voz
interior. Como no pude contestarla, me enrosqué sobre la cama y jugué con la
lamparita: una luna redonda, brillante, y la oscuridad más absoluta que, por
cierto, estaba algo suavizada por la luz que entraba desde la calle.
Con
bastante menos suavidad llamó Manu en la puerta del dormitorio, abriéndola al
mismo tiempo.
-
Mam, teléfono, parece guiri.
Me
había traído el aparato y enchufando la pequeña clavija debajo de la mesita de
noche, me dio el auricular y desapareció tal como había venido.
Escuché
pero no se oía nada, y finalmente dije:
-
¿Sí?
-
Menos mal, - dijo mi visitante: - temí haber apuntado un número equivocado.
(SE CONTINUARÁ EL MIÉRCOLES 6)
Buenos días, Dorotea:
ResponderEliminarAquí sigo pendiente de “tus miradas”.
Un abrazo.