(9ª entrega)
Ya
había desconectado el discman, pero volví a apretar los mandos porque parecía
que el disco seguía girando y rozando. Sin embargo, cuando me enderecé, me di
cuenta de que el ruido venía de la puerta de entrada. Durante un momento
escuché con toda claridad que ahí algo rozaba o se deslizaba, y me quedé casi
paralizada. ¿Había cerrado con llave? Seguramente no, porque Manu volvería
dentro de pocas horas. El ruido se paró, pero volvió a empezar inmediatamente.
Pensando en el gancho de seguridad interior de la puerta, aparté la manta para
acercarme silenciosamente, pero la tela se enganchó al teléfono y lo tiró al
suelo, y cuando llegué finalmente a la puerta, reinaba en el pasillo afuera el
silencio más absoluto. Tanteando encontré el gancho, y lo aseguré en su
soporte. Después escuchaba con toda atención, pero no oía nada. Aliviada quería
dar media vuelta, cuando el ruido volvió. Era un extraño sonido de arrastrar y
raspar. Desde que yo no abría los ojos, había afinado bastante el oído, y
estaba segura de que los sonidos procedían del suelo. Sentí que el corazón me
latía en la garganta, y que mis mejillas ardían por el sofocón y el susto, y
acercándome aún más a la puerta, apreté el oído sobre la fina rendija entre el
marco y la hoja.
De
pronto se me ocurrió que podría ser Manu con su primera o segunda borrachera
mareándose delante de la puerta.
-
¿Manu?, - pregunté a media voz, y como nadie contestaba, dije un poco más alto:
- ¡Manu! ¿Eres tú?
Volví
a oír que algo o alguien se deslizaba por el suelo. Luego escuché un cuchicheo
ronco y de alguna manera, extraño:
-
¿Manu? ¡No soy Manu!
Quizás
era un amigo algo ebrio de mi hijo que le estaba buscando.
-
A ver, ¿quién eres?, - dije con voz quieta pero dejando traslucir cierta
autoridad maternal, al mismo tiempo que noté que me tranquilizaba. Pero la
respuesta, esta vez en alemán, volvió a acelerar mi pulso.
-
No creerás en serio que una pregunta como ésta puede aclararse a través de una
puerta semiabierta o semicerrada. – La voz hizo una pausa artística y continuó
diciendo: - Si me abrieses, sabrías al menos quién crees que soy.... aunque
tampoco en todos los sentidos, porque....
Su
modo de expresarse me resultaba tan conocido que mi mano por si sola se dispuso
a abrir el gancho de seguridad.
Antes
de mi ‘ceguera histérica’ – porque eso había sido el diagnóstico final del
médico de cabecera – había mantenido durante algo más de dos años una
fascinante correspondencia por mail y chat con un hombre que me atraía mucho;
sus apariciones y respuestas eran irregulares, a veces escribía a diario, y a
veces con pausas de días e incluso semanas, pero cuando coincidimos en el chat,
no había límite de tiempo, y sus cartas por email siempre incluían alguna
referencia sorprendente o una pregunta que realmente me obligaba a pensar. Al
no poder ver, no había podido continuar con ello, lo cual probablemente había
sido de todas las limitaciones la que más me había costado asimilar.
Sin
ninguna lógica estaba segura de que mi extraño visitante no era sino mi amigo
del chat, pero ¿cómo se había presentado de pronto ante mi puerta? Y – lo que
era bastante peor - ¿cómo iba a recibirle yo, con esta pinta y con los ojos
histéricamente cerrados que rechazaban mi entorno? Bajé mi mano y abrí la
puerta un poquito, sin desencajar todavía el gancho de seguridad, para decirle:
-
Lo siento, no puedo abrirte. Desde hace algún tiempo no puedo ver..... vamos,
¡que no estoy en condiciones!
Mi
voz era insegura, y me tragué el resto de la explicación que iba a darle, junto
con las ganas de llorar que de pronto tenía.
-
¿Tampoco si te haces daño?
Con
la pregunta me llegó su aliento que olía un poco a humo.
-
¿Cómo puedes saber eso?
Se
rió suavemente, justo como siempre me había imaginado que se reiría.
-
Digamos que lo sé simplemente.
(SE CONTINUARÁ EL DOMINGO 12)
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