(10ª entrega)
De
nuevo tuve el impulso de abrir sin más la puerta de par en par, pero no estaba
vestida como para recibir visitas, en mi pijama y ese albornoz desgastado y
antiguo.
-
No te puedo abrir, porque tengo una pinta horrible.
Sentí
que me ardían las mejillas, y no sabía si era por el comentario tan cursi que
acababa de hacer o por el intenso calor que mi visitante parecía irradiar.
Murmuró algo que no entendí.
-
¿Qué has dicho?
-
¿Por qué te va a molestar la pinta que tengas, si tú de cualquier manera no te
ves? Además,...
Esperé
pero no siguió hablando. Acerqué mi cara a la rendija entre puerta y marco, y
volví a sentir un intenso calor que sin embargo ya no me asustaba.
-
Además, ¿qué....?
Lo
susurré muy bajito, porque detrás de su tono levemente irónico y una curiosa
tendencia a arrastrar las ‘eses’, como si se hubiese quemado la lengua, sentía
una enorme soledad.
-
También tengo una pinta horrible.
Su
voz se había vuelto aún más ronca y misteriosa, pero al menos siguió hablando:
- Horrible en el sentido de algo que da miedo... si pudieras verme, te
asustarías.
-
Bueno, pero como no te veo, no tengo por qué asustarme.
Mi
contestación no me convencía ni a mi misma, y como de nuestra correspondencia
estaba yo acostumbrada a expresarme con claridad, lo pregunté sin vacilar:
-
¿Qué hay en ti que podría darme miedo?
A
juzgar por los ruidos, se alejó unos pasos pasillo adentro, y luego volvió,
acompañado siempre del ahora ya conocido sonido de deslizamiento.
-
Mi forma no es, digámoslo así, totalmente humana....
Le
corté la palabra.
-
No dirás que eres un vampiro.
Al
parecer le había hecho enfadar.
-
¿Un vampiro? ¿Crees que me paseo vestido de Conde Drácula?
Su
voz fuerte y ronca retumbó por el silencio nocturno del pasillo. ¡Lo que me
había faltado! No bastaba con que mi marido se había mudado a un piso dos
plantas más abajo, ahora los vecinos podrían disfrutar además de mi pelea con
un desconocido delante de la puerta de mi casa y a altas horas de la noche.
-
¡No chilles así! ¿No sabes lo tarde que es?
Sentí
que estaba de nuevo justo delante de la rendija de la puerta. Su aliento
caliente rozaba mi cara y tuve que toser.
-
Y ¿cómo es que hueles a humo de esta manera? ¿No me escribiste que fumabas sólo
de vez en cuando? Y ahora...
No
pude continuar porque me había dado un beso de relámpago en la boca. Sus
labios, ásperos y secos, también sabían a humo.
-
Piensa en los vecinos, - susurró burlón, - a ti también se te oye.
Puse
mi mano sobre su pecho, y lo alejé con suavidad pero decididamente de mí,
empujándole al pasillo. Luego cerré la puerta, y después de dudar durante un
instante, saqué el gancho de seguridad de su soporte lo cual solamente podía
hacerse a puerta cerrada.
Cuando
volví a abrir, él ya no estaba, o por lo menos, no sentía su presencia de la
misma manera que antes. Le busqué con la mano.
-
¿Dónde estás? - dije bajito, pensando de paso en lo imprudente que yo era.
¿Cómo podía abrir la puerta de noche y sin ver quién estaba delante?
-
Pensé que habías cerrado la puerta. ¿Puedo pasar?
Su
voz venía desde la escalera, y cuando se acercó escuchaba de nuevo el ruidillo
que tanto me había asustado en un principio. Aún no lo tenía del todo claro,
pero en ese momento, se encendió la luz del pasillo, y al fondo alguien cerraba
una puerta con llave.
-
Sí, naturalmente, - dije de prisa, y me aparté para dejarle sitio.
Pasó
por mi lado con un rápido movimiento oscureciendo durante un instante la
claridad rosa que la luz del pasillo proyectaba a través de mis párpados. Su
sombra me parecía muy grande y ancha, lo cual no encajaba con la descripción
que tiempo atrás me había dado de si mismo.
-
¿No dijiste que no eras muy alto?
Como
de costumbre había hablado espontáneamente, pensando sólo después si era o no
adecuado que lo dijese. Entretanto él había entrado al salón, porque el sofá
crujía bajo su peso: - Bueno, vamos a ver, no todo lo que se dice se
corresponde con la verdad...
Me
parecía sentir su mirada sobre mi, y – un poco fastidiada - me di media vuelta
para cerrar la puerta de entrada.
-
¿Te apetece algo de beber? - pregunté en su dirección, antes de abandonar la relativa oscuridad del
pasillo y avanzar hacia la claridad del salón iluminado como siempre por la
lámpara del escritorio. Sin esperar que contestase, me fui a la cocina y saqué
del armario una botella de Rioja, dos vasos y el sacacorchos. Así cargada entré
al salón, prestando mucha atención a cada paso para no tropezar y avergonzarme.
Me quitó con toda naturalidad la botella y el sacacorchos, y empezó a abrir la
botella. Yo puse los vasos en la mesita baja delante del sofá, me ajusté mi
albornoz de museo, y me senté en el sillón de la televisión. El vino llenó los
vasos con un glogló invitante, y mi visitante se acercó para darme un vaso.
-
Es un momento que llevo esperando mucho tiempo. No tienes idea de cuánto, -
dijo brindando conmigo: - ¿Salute?
-
Salud, - le corregí tomando un trago y luego enseguida otro más.
Varias
copas más tarde seguíamos hablando de mil y una cosas, pero como por mutuo
acuerdo evitábamos cualquier tema personal. No le pregunté el por qué se había
presentado de esta forma tan misteriosa, y él sólo se refirió muy por encima a
mi obvio problema. La situación absurda y la leve ironía con la que hablaba de
eso y de aquello, crearon un ambiente muy particular, y no parábamos de reír y
de tomarnos el pelo.
(SE CONTINUARÁ EL MIÉRCOLES 15)
(SE CONTINUARÁ EL MIÉRCOLES 15)
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