(8ª entrega)
Unos
días más tarde, Pedro se mudó. No es que se fuera muy lejos, de hecho sólo se
cambió a otro piso en el mismo edificio, porque la mujer que era tan importante
para él, vivía entonces dos pisos debajo de nosotros. Unos meses atrás yo la
había conocido junto a los buzones de la entrada. Coincidimos casualmente y
charlamos durante un rato. Estaba recién separada de su marido y se había
venido a vivir a nuestro bloque con su hija Lucy de nueve años.
El
hecho de que Pedro continuase tan cerca de Manu y de mí, era bastante horrible,
pero también facilitaba las cosas. Él seguía encargándose de la compra nuestra,
y nos proveía con congelados que se podían calentar en el microondas. Unos
pocos días bastaron para que Manu se convirtiese en un considerable ‘micro-chef’,
y nos preparase todos los días algún manjar de su agrado. De modo que Pedro se
había ido – o se había cambiado de piso – y Manu pasaba cada vez más tiempo con
sus amigos, con lo cual nuestra vivienda estaba a punto de ser tan espaciosa
como era posible para sus dos dormitorios y su pequeño salón.
Como
las circunstancias me aislaban de mis contactos por email y chat que hasta
entonces había mantenido con mucho interés, me lancé a teclear en el ordenador
textos interminables, sobre lo que sentía o lo que no volvería a sentir, además
de lo que suponía serían los sentimientos de él y de ella, entremezclados con
expresiones de mi rabia y acusaciones, pero al cabo de poco tiempo volvía a
escribir poesías volcando en las mismas todo lo que me quedaba de sentimientos
de pareja. Así que escribía y guardaba sin poderlo leer ni corregir, pero me
obligué a pensar que mi estado no sería permanente, y que volvería a repasarlo
todo más adelante.
Al
mismo tiempo, seguía evolucionando la sensibilidad de mis párpados cerrados.
Era capaz de distinguir gran cantidad de grados de luz y sombra, y si alguien
me acompañaba me desenvolvía con cierta soltura incluso fuera de casa, pero
naturalmente solía volver pronto por no sentirme en ningún lugar realmente
segura.
Un
sábado por la tarde acompañé a Manu hasta la puerta. Olía a gel fijador y
loción de afeitar, y rechazó mi beso de despedida con un gesto un poco seco,
temiendo seguramente que lo despeinara. Con la misma sequedad reaccionó cuando
le pregunté a qué hora volvería a casa.
-
¡Y qué sé yo! – dijo reproduciendo a la perfección el deje de la voz de su
padre: - Eso depende.
Quise
hacer una broma:
-
Bueno, yo estaré en casa por si acaso.
Pero
no me prestó atención, y segundos después escuché como se cerraba el ascensor.
Yo continué todavía un rato junto a la puerta abierta, y una vez que el
mecanismo del ascensor había dejado de hacer ruido, me fijé en el panorama
acústico del bloque.
En
un principio todo parecía silencioso, mientras al fondo se desarrollaban las escenas
habituales de nuestra vecindad: en el piso de al lado lloraba el bebé mientras
la madre pasaba por la casa, consolándolo de vez en cuando, y seguramente
ordenando y recogiendo. Una puerta más allá, alguien gemía, y me imaginé al
joven ingeniero de la barba con su amiga ..... no obstante me di cuenta de que
me había equivocado cuando alguien apagó un televisor y una voz de mujer dijo
quejándose: - ¡No estés siempre pegado a la tele! Ven a cenar.
El
interruptor automático de luz de la escalera soltó su ruido característico, y
mis párpados-cortinas de color rosa oscurecieron de repente. Desganada cerré la
puerta de entrada, y me senté en el salón para escuchar música.
Los sonidos partían de ambos auriculares,
pasaban por mi cabeza y formaban obedientemente en algún lugar central el
efecto sonoro que había pretendido el compositor, volviendo a apagarse poco a
poco o callándose de golpe. Desde lejos comenzó a cantar una voz femenina que
parecía preguntar algo, repitiendo una misma frase, y cuando el sonido se hizo
más cercano, entendí su queja: ‘I don’t want to be alone and defenseless.’
-
No, - respondí mentalmente: - ni yo tampoco.
Mis
manos acariciaban la manta de lana con la que me había sentado en el sofá,
sintiendo su tejido desigual de hilos gruesos y finos, y por debajo, mi cuerpo,
formado y deformado por tantas y tantas comilonas excesivas y golosinas y mis
ocupaciones sedentarias, y cuyas formas redondeadas Pedro llevaba criticando
duramente desde hacía años. Así era el marco exterior de mi persona cariñosa,
creativa y con ganas de aprender lo que fuese, a pesar de tener ya casi
cincuenta años; al lado, detrás y a veces encima se revolvía mi otro yo: una
mujer crispada y descontenta, desesperada a veces, siempre dispuesta a criticar
y llena a rebosar con ansias de caricias y amor, es decir, de todo lo que desde
hacía años faltaba en mi vida.
-
Si fuera bruja, - pensé disfrutando con la idea, - montaría en mi escoba para
bajar a la séptima planta, y les haría una visita de madrugada, a esa hora en
la que Pedro solía ponerse tierno y no me dejaba leer ni ver la tele...
Extrañada
yo misma de mis ánimos de venganza, intenté reaccionar y acordarme de que en el
día a día al menos ya no tenía que soportar su constante malhumor, ni el
rechazo de todo lo que a mí me importaba. Finalmente me quité los auriculares,
porque la música no me relajaba, sino que las voces me ponían aún más nerviosa:
‘Taste my obsessions...’
(SE CONTINUARÁ EL MIÉRCOLES 8)
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