(13ª entrega)
El
teléfono sonaba y sonaba y finalmente escuché como Manu salió de su cuarto.
-
Hola – dijo con una marcada falta de entusiasmo, y luego: -Sí, sí está.
La
puerta del dormitorio se abrió de golpe, y su voz preguntó con extrañeza:
-
¿Qué haces con la lamparita, Mam? - Antes de que le pudiera contestar, ya se
había marchado: - Carla te llama. Quiere hablar contigo.
Carla,
pensé, con la misma falta de entusiasmo porque Carla era una de nuestros
contadísimos amistades que Pedro seguía aceptando, de modo que él seguramente
la había contactado para que me convenciera de algo, pero no sabía de qué. De
mal humor me acerqué al teléfono y cogí el auricular: - ¿Sí?
Un
cuarto de hora más tarde todavía no había dicho mucho más. Carla hablaba y se
reía con su risa nerviosa de siempre, preguntaba y se contestaba a si misma,
sin que al parecer esperase ninguna reacción activa de mi parte. Yo mantenía el
auricular a media altura, y decía de vez en cuando ‘¿Así?’, ‘Sí, sí’ y
‘¡Vaya!’,y alguna palabra más que pasaba por mi mente. Finalmente su verborrea
se cortó, y dijo:
-
¿A que no sabes de qué te estoy hablando?
-
No, la verdad es que no – respondí sin ganas: - pero seguro que me lo vas a
decir.
Y
cómo que me lo decía. Estaba preocupadísima por mí, primero esa rarísima
ceguera psicosomática, ‘¡Pobrecita mía!’, y ahora, según Pedro le había
comentado, mi problema con el alcohol, ‘¡Tienes que superarlo, y no lo
encubras, confiésalo y busca ayuda!’ Llegada a ese punto, incluso Carla tuvo
que recuperar aliento, y yo aproveché la pausa para colgar el teléfono. Volvió
a sonar de inmediato, y como después lo intentó de nuevo, descolgué el
auricular y lo dejé al lado del aparato.
Me
di cuenta de lo enfadada que estaba, porque me hubiera gustado estrellar el
teléfono contra la pared. Nunca he podido comprender por qué a la gente les
cuesta tanto aceptar que alguien (yo, por ejemplo) simplemente no quiera coger
el teléfono o abrir la puerta aunque el visitante sepa que ese
alguien (yo) está en casa. Me apostaría algo a que negarse a abrir es
perfectamente legal, siempre que no esté llamando la policía con una orden de
registro (lo cual hasta la fecha nunca me ha ocurrido).
Claro
que el caso se presenta de modo muy diferente, seguí pensando, si hay alguien
delante de la puerta que sabe enviar una pequeña nube de humo a través del ojo
de la cerradura, y cuya voz ronca y ahumada dice cosas agradables e
inteligentes. Tan contenta me sentí recordando a mi visitante, que tuve que
reírme un poco, pero el ruido que me llegó desde la puerta no fue el sonido
misterioso de la noche anterior, sino un fuerte carraspeo totalmente carente de
gracia: Pedro.
-
He de ir al trabajo – dijo con autosuficiencia: - Tu amiga Carla está muy
dolida contigo. No sé si podré aplacarla. ¿Por qué le has colgado el teléfono?
Siempre parecíais tener buena amistad.
Su
voz se alejó hacia la cocina, y yo me fui en dirección opuesta, hacia la
ventana del salón, haciendo como si alisara las cortinas, pero en realidad
quería ver si conservaban una brizna de olor a humo. Pedro volvió a acercarse.
-
¿Cómo se te ocurrió ayer tomar tú sola una botella entera de Rioja? Si normalmente no
aguantas nada.
Escuché
como sacudía enérgicamente los cojines del sofá cuando algo se cayó al suelo y
se resbaló por el terrazo hasta chocar contra mi pie. Lo busque con la punta
del pie, y me agaché encontrando una pequeña tarjeta.
-
¿Qué es lo que tienes allí?
¿Tenía
que fijarse en todo? Pero yo ya había guardado la tarjetita en el fondo del
bolsillo del albornoz: - Nada, un botón que se me ha caído.
No
podría haberle dado mejor entrada: - ¿Ves? Tu ropa cada vez te está peor. Debes
poner a dieta para que....
Como
no quise saber qué futuro me esperaría después de un régimen, me fui al
dormitorio, saqué la maleta debajo de la cama, y la dejé delante de la puerta.
-
Aquí tienes el resto de tus cosas, - dije interrumpiendo una variante de su
tema favorito: - ¡que alegría! finalmente hay sitio en el armario.
Después
cerré la puerta desde dentro, y di una vuelta a la llave. En su momento, Pedro
había insistido en tener una llave en la puerta del dormitorio, para evitar que
Manu nos descubriera ‘in flagranti’ haciendo el amor. Sólo con mucha suerte,
pensé y de nuevo se me escapó la risa, le hubiera hecho falta mucha, mucha
suerte para pillarnos, casi tanta suerte como para acertar los números de la primitiva.
No pude dejar de reírme, sobre todo porque Pedro estaba intentando abrir la
puerta desde fuera.
-
¿Qué estás haciendo? – se había vuelto a enfadar: - ¿De qué te ríes?
-
Me río por la llave, - le contesté con descaro: - ¿No quieres desmontar la cerradura
y llevártela, o tampoco te hace falta en la séptima?
Mi
burla tenía un castigo inmediato, porque si bien Pedro se marchó enseguida
cerrando la puerta de entrada con un golpe que más bien parecía un disparo, yo
calculé mal la anchura del somier y me di con tanta fuerza en la espinilla que
tuve tiempo para ver el dormitorio revuelto y sin ordenar, lo cual de momento
me quitó las ganas de reírme.
Un
par de moratones más tarde, casi se me había agotado la energía al principio
desbordante con la que me había lanzado a una orgía de ordenación mediante el
sentido del tacto. Me quedé sentada al borde de la cama, y para cambiar intenté
ordenar mis pensamientos.
¿De
veras le había contestado a Pedro con desparpajo y provocación, sin que su
reacción había sido en absoluto amenazadora o preocupante? Nunca había querido
reconocer que a lo largo de los últimos años, y quizás desde siempre, su genio
malhumorado me había parecido una amenaza latente cuyo mensaje era: Pórtate tal
como yo lo espero, si no quieres bronca. Haz lo que yo quiera, porque si no, te
castigaré con mi desprecio y enfados por cualquier motivo por muy ínfimo que
sea. Todo eso – e incluso algo más – siempre me había preocupado como una viga
a punto de caerse encima de mi cabeza, y ahora me di cuenta de que desde que no
veía, aquella viga se había disuelto en el aire, y que podía moverme y actuar
sin temor a chocar contra nada.
Mis
manos alisaban el desgastado albornoz explorando sus hondos bolsillos. Cuando
mis dedos encontraron la tarjetita que había recogido con tanta presteza en
presencia de Pedro, sentí que se me calentaba la cara. Giraba y palpaba el
objeto del tamaño de una tarjeta de crédito, intentando descubrir sus
características: era bastante flexible, delgado, por un lado algo rugoso, y por
el otro estaba adornado con líneas circulares.
Me
lo acerqué a la cara para olerlo, pero mis manos seguían oliendo a
limpiamuebles lo cual tapaba cualquier olor propio que la tarjeta podría haber
tenido. Después de dudar un momento, toqué la tarjeta con la lengua, y me
parecía notar un sabor algo salado; luego la doblé un poco, dándole un pequeño
golpecito con un dedo. La tarjeta saltó con más energía de la que yo esperaba,
y se escapó por el aire. Mientras me puse de rodillas para buscarla alrededor y
debajo de la cama, para finalmente encontrarla encima de la almohada, llegué a
la conclusión de que una tarjeta de crédito o una recarga de teléfono no
saltarían de este modo.
Nada
más sentarme, algo agitada por la búsqueda, Manu volvió a llamar a la puerta: -
¿Mam? ¿Qué estás haciendo? Ven, nos he preparado algo para comer.
Mientras
comíamos, estábamos más callados que normalmente. Luego Manu me puso la mano en
el hombro;
-
Mam, dime, ¿qué pasó ayer? ¿De veras te tomaste una botella de Rioja bebiendo
de dos vasos?
Al
parecer, los dos vasos le molestaban más que la botella de tinto. Suspiré pero
como odio mentir si no es imprescindible, fui casi sincera:
-
Tuve una visita sorpresa de alguien que conozco del chat. Pasó por el pueblo y
vino a verme. Nos tomamos el vino, charlamos, y luego se fue. ¿Te parece tan
tremendo?
Mi
hijo con sus casi dieciocho años, fue generoso conmigo:
- No, no me parece tremendo, pero sí
imprudente. Quiero decir, por tus ojos y estando sola en casa.
Los dos nos echamos a reír, porque las películas de ‘Solo en casa’
habían formado durante mucho tiempo, una parte imprescindible de nuestro
programa de diversión. Aproveché la ocasión para relajar el ambiente
volviéndome a referir a las hazañas de Macaulay Culkin:
-
Llevaba tus micromachines en el bolsillo... por si acaso.
Seguimos
con las risas, mientras yo acariciaba con ternura la tarjetita escondida en el
bolsillo izquierdo del albornoz. Menos mal que el interrogatorio había
terminado. Después de comer, Manu se fue a casa de un amigo, pero desde la
puerta del ascensor me lo recordó con cierta ironía: - ¡No abras a nadie, Mam!
(SE CONTINUARÁ EL DOMINGO 26)
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