Al pasar del bochorno otoñal de la calle a la penumbra refrigerada del vestíbulo, el viejo periodista sufrió un leve mareo. Agarrando con fuerza su desgastada cartera de cuero marrón, avanzó hasta uno de los ascensores y pulsó repetidas veces el botón de llamada. Notó cómo el sudor le bajaba por la espalda; los latidos del corazón le retumbaban en la garganta y en las sienes. En un intento de sobreponerse, consideró con un amago de sonrisa la posibilidad de morir fulminado por un infarto mientras amenazaba al dueño del periódico con la publicación del contenido escandaloso de los documentos que llevaba, pero la presión en el pecho y la sequedad de su boca eran demasiado reales para que la idea le resultase divertida. Respirando con dificultad, agradeció la distracción aportada por el tintineo metálico que anunció la llegada del ascensor, y se apartó lo imprescindible de la puerta para que saliera la marea de camisetas deportivas y vaqueros desteñidos de un grupo de quinceañeros que venían de visitar la editorial. Luego entró como uno de los primeros en la espaciosa cabina donde, evitando la mirada del ascensorista de siempre, se colocó al fondo y apoyó la espalda contra el espejo ahumado. No quería hablar con nadie, y evitaría cualquier encuentro con los compañeros de antes, cualquier motivo que pudiera retrasar su cita con el director. El ascensor se iba llenando: la mayoría eran varones de mediana edad, o sea, más jóvenes que él, trajeados sin convicción, algunos sudados, como constató con cierta satisfacción, y todos callados, agobiados, con la mirada estresada que da la necesidad diaria de superarte a ti mismo y a quien tu jefe te ponga por delante.
Cerradas las puertas, el ascensor se puso en movimiento y paró en la primera planta, la de las rotativas, sin que nadie se bajase. Por un instante, el aire olía a imprenta y él sintió la tentación de ir a ver a los muchachos, los mecánicos, gente honesta, trabajadores que se esforzaban todos los días por cumplir, pero sabía que le iban a liar entre una cerveza y cuatro anécdotas de otros tiempos. Y él no disponía de eso, de tiempo. Estaba convencido de que el Buitre, flamante redactor jefe, a quien él mismo había enseñado lo mucho que sabía, le estaba pisando los talones para arrebatarle las pruebas de los sobornos, los documentos acerca de falsas identidades y montajes vergonzosos, aunque no fuera para su publicación precisamente.
En la parada siguiente, que el ascensorista anunció con un mascullado “Contabilidad”, se bajaron varias personas, entre ellas la secretaria del director de recursos humanos, que seguramente no le había visto. Cuando años atrás entró a trabajar en el periódico, era una chavalita insegura que echaba horas extras para hacer méritos, aunque luego descubriera vías más amenas de puntuar con sus superiores. A la salida de una fiesta de la empresa, llegó a insinuársele a él mismo, entonces redactor jefe, pero él, consciente de los más de treinta años que le llevaba, la acompañó a su casa sin propasarse. Después empezaron a llamarle ‘marica’ y él, entre sorpresa y disgusto, tardó unos cuantos días en descubrir la fuente de aquellos rumores.
En el fondo de la cabina, donde estaba atrincherado, ya había algo más de sitio y aprovechó para mirarse en el espejo. No le gustó el deterioro físico que veía: un hombre de unos sesenta años, enclenque y delgado, de cara tan pálida que parecía amarillenta, y con protuberantes venas en las sienes que se movían al ritmo de su pulso irregular y agitado. De nuevo le distrajo el sonido que avisaba la parada del ascensor. Estaban en su planta, en la de las redacciones, y conociéndose de memoria despachos y salas, esquinas y recovecos, cerró los ojos y se imaginó cómo redactores y visitantes andarían a lo largo de los pasillos enmoquetados con sus luces indirectas y pinturas modernas, dirigiéndose unos a Local y otros a Sucesos o a Exterior. Cuando volvió a mirar, las puertas acababan de ocultar silenciosamente, como el telón de un teatro, el escenario de su vida durante treinta años, y se dio cuenta de que se había quedado a solas con el ascensorista quien le sonreía cortésmente porque le había reconocido.
–¿A Dirección? –le preguntó, y él inclinó la cabeza sin contestar porque no pudo hablar. Intentó mover la boca y quiso tragar, pero no lo consiguió; tenía las mandíbulas agarrotadas y la saliva se le había convertido en una espesa pasta que sabía a hierro. Sintió que el peso de su cabeza iba a desequilibrarle, y levantó ambas manos para sujetarla y aliviar el terrible tirón que notaba en nuca y hombros. Pero no sirvió de nada: el ascensor, que se movía con violentas sacudidas, bajaba en caída libre, y el suelo se abalanzó sobre él.
–Llame una ambulancia, Pérez, –dijo el recién nombrado redactor jefe en la planta de dirección al ascensorista, –que ya me encargo yo de la cartera del señor.
¡Cuánto tiempo!, querida, Dorotea...
ResponderEliminar¡Ufff, qué alivio!, es la sensación que se siente cuando uno llega al final del suspense. De verdad que está muy bien escrito, agobia la sensación de estrés, claustrofobia y suspense; atrapa desde la primera frase; y el ritmo propio de la novela negra, entrecortado con las paradas del ascensor... ¡Genial! Se presentía la catástrofe, pero, como siempre, aún así, nos sorprendes con el desenlace.
Bikiños
Un periplo de ascensor, cada planta una historia, y al final, lo imprevisto, el hazar y en picado. Destino juega malas pasadas pero esa cartera...muda, grande, vieja??
ResponderEliminarDoro un relato original, se dice con razón que los ascensores...nunca se sabe. Felicitaciones y nos vemos, que tardamos en vernos, bsitooo.
Un relato nítido que no cuesta leer y nos impulsa sin problemas hasta llegar al final. Es doloroso que al final de la vida sea más importante la maleta que llevamos que nuestra propia persona!...jejeje
ResponderEliminarun abrazo.