martes, 21 de octubre de 2008

LA VIDA SIN MANDO


CÓMO SOBREVIVIR SIN MANDO DE TELEVISIÓN

Nacemos en posesión de un mando mágico para manipular a nuestro entorno. A las pocas semanas de vida, cualquier bebé sabe con qué volumen de lloro, intensidad de color de cara o avance rápido de los movimientos de sus miembros, consigue el biberón, el pañalito limpio, una caricia, un paseo etc. Con el tiempo sin embargo, los receptores de los esclavos caseros pierden afinidad con nuestras emisiones: lloramos y nadie aparece, queremos pasear y pretenden engañarnos con el vaivén de los muelles del cochecito… finalmente nos aparcan delante del televisor para que los dibujos animados nos entretengan, calmen o hagan dormir. Analizada la situación no tardamos en entender que el mundo volverá a ser nuestro en cuanto dominemos cierta botonera multicolor.

Ha pasado el tiempo, llevándose consigo, entre otras cosas, los paletones del primo golpeados contra la mesa en una lucha por el mando a distancia. Hemos aprendido mucho y aceptamos la jerarquía familiar en cuya cúspide se encuentra el hermano que tenga en su mano el cetro electrónico del que hablamos. Pero un mal día, el artilugio deja de funcionar. En vano cambiamos las pilas, sacudimos el mando, golpeamos el televisor y apretamos enchufes. El técnico consultado por nuestra madre, dicta sentencia tras explayarse en jerga profesional: es una reparación costosa y el receptor tan antiguo que no vale la pena. Sin palabra de aliento va y cuelga, y el chasquido del teléfono secciona definitivamente nuestro telecordón umbilical.

La primera solución casera es acercar el sofá al televisor para alcanzar los botones con la mano, pero de inmediato nos damos cuenta de que la imagen no se ve tan nítida como a mayor distancia. Acto seguido obligamos al segundo más joven de la casa, chico raro donde los haya porque nos ha salido lector, a que se siente al lado del aparato y ajuste la programación según los deseos de su familia mientras sigue leyendo. Normalmente un chico obediente y temeroso de la mano larga de su hermano mayor, o sea yo, esta vez se rebela y se refugia en la cocina porque dice que le duele la cabeza. El cargo pasa al más pequeño que todavía no domina bien los números y se equivoca tantas veces, que al final somos nosotros quienes le mandamos a la cocina para que no moleste. Mi hermana sugiere que cada vez que queramos cambiar de canal, lo echemos a los dados y que se levante quien pierda. Sin motivo aparente gano cinco veces seguido, y ella se mosquea y va la cocina para quejarse a nuestra madre diciendo que soy un tramposo.

En circunstancias normales, la posesión en exclusiva del televisor un sábado por la tarde sería una auténtica gozada. Intento sacar provecho a pesar de la contrariedad existente y me enfrento al zapping de alpargata: en el descanso del fútbol me levanto para pasar a una película, me levanto para esquivar el bloque de publicidad sintonizando un canal musical, y me levanto para volver a la película de la que sólo me gustan las escenas de acción, de modo que durante los diálogos vuelvo a levantarme para echar un vistazo al concurso de palabras cruzadas. Cuando me levanto por duodécima vez empiezo a notar agujetas; me quedo junto al aparato, mirando la pantalla de cerca, pero el listillo tenía razón y me empieza a doler la cabeza. Además se están riendo en la cocina como si lo pasaran en grande.

Me asomo, y ahí están, jugando a un estúpido juego de mesa. El pequeño, formando equipo con nuestra madre, está ganando, y en seguida descubro la razón: los otros dos se enzarzan en ridículas luchas fraternales en lugar de atacar a los que van en cabeza. Me siento con ellos y al poco tiempo la partida se va equilibrando. —¿Y la tele? —parece que pregunta mi madre. —La he apagado, —contesto y me como dos peones de los suyos.

(Instrucciones de uso de lo cotidiano, no traducidas del japonés)

3 comentarios:

  1. Jajajajja. Muy bueno, Dorotea. Me gustan estas historias de lo cotidiano (no traducidas del japonés; jajjaja).
    Besos,
    Merce.

    ResponderEliminar
  2. Divertido relato que demuestra que también puede haber ida sin televisón. Muy bueno Doretea y me alegro mucho que te hayas animado a crear un blog, así podré leerte más a menudo.

    Un beso
    Felisa

    ResponderEliminar
  3. Perdon, quería decir... vida sin televisión, ida estoy yo.

    ResponderEliminar