(no es carta pero podría serlo)
¡Cuánto odié a Isolda cuando descubrí que 'mi' Peter había desaparecido de la juguetería! Faltaba un día para mi octavo cumpleaños y yo llevaba semanas aplastando mi nariz en el cristal del escaparate aprendiéndome de memoria todos los detalles de su pelo rizado de peluche, sus bondadosos ojos de oso, su morro cuadrado y serio. Sabía que en mi casa no había dinero para un capricho tan costoso, y me hubiera conformado continuar así durante mucho tiempo, pero aquel día la sillita de mimbre de Peter estaba vacía.
Busqué con la mirada al tendedero que se había refugiado detrás del mostrador al fondo de su tenebroso negocio; al verme se agachó, más antipático y cheposo que nunca. Me fui, cegada por lágrimas de rabia e impotencia.
Isolda, la niña ricachona de las trenzas castañas, estaría en su lujoso cuarto presentando a Peter a sus muñecas de porcelana y a su escandaloso perro caniche ‘Pip’. Luego sentaría a mi Peter en un flamante cochecito de paseo para tomar el fresco en la terraza de la mansión, bajo la sombra de ese abeto que cada Navidad estaba adornado con miles de bombillas que en la oscuridad parpadeaban por encima del altísimo muro que rodeaba la finca.
Deslicé una tarántula enfurecida debajo de la almohada de aquella niña ñoña que -eso sí- abrazaría en sus últimos momentos a Peter. Al día siguiente sin embargo, su desconsolada madre ordenaría al mayordomo tirar a la basura todos los juguetes para que nada le recordase a su hijita Isolda, y yo pasaría con disimulo a primera hora…
Me quedé dormida, y como se ve en la foto, la historia tuvo un final feliz.