En los habitáculos humanos suele haber al menos dos espacios dedicados al culto del agua: el recinto llamado cocina, un lugar acondicionado para lavar y emplear ingredientes y utensilios del arte de preparar los alimentos y de su consumo, y el cuarto de baño, también denominado aseo o servicio. Ahí el agua se dedica a refrescar y limpiar los cuerpos de los viviendícolas, y se usa para eliminar cualquier rastro de nuestra necesidad fisiológica de expulsar restos indigeribles. En esa habitación también se encuentra un artilugio ideado para eliminar, con ayuda del agua, manchas y malos olores de los tejidos usados bien para disimular la desnudez de nuestros lampiños cuerpos, bien para decorar y embellecer los hábitats.
Sea cual sea en cada caso el nombre concreto y específico de esos santuarios del agua, el apreciado líquido, imprescindible para la celebración de rituales matutinos, vespertinos y hasta nocturnos de limpieza o su uso gastronómico, llega hasta ahí dirigido y protegido por conductos cilíndricos de largas extensiones, convenientemente ocultos en los muros y paredes de las construcciones llamadas casas. Desde hace ya tiempo hemos conseguido que dentro de esas tuberías se establezcan presiones considerables, permitiendo y/u obligando el agua a subir y ascender por su interior hasta llegar a los extremos abiertos. Desde ahí, el líquido saldría imparable, mojando e inundándolo todo, si no fuera por el invento que nos ocupa: el grifo.
Donde el agua manaría de la boca del conducto como una ingenua fuente natural, se encuentra, pues, con un tope hermético compuesto por laberínticos recorridos interiores y juntas de goma. Su brillante cuerpo metálico exterior, con frecuencia terminado en aspa giratoria —existiendo también los variantes tipo pomo, rueda y mando abatible—, corona el último tramo del caño, y su localización habitual es encima de una pila apta para recoger los sobrantes. Cualquier grifo que se precie, posee compartimentos internos o esclusas que estrangulan el flujo del líquido y retienen su empuje hasta que una mano más o menos autorizada manipule el mando. Para ello sólo es necesario aferrar la pieza terminal y girarla en sentido opuesto al lado preferido de los zurdos, maniobra sencilla y al alcance de casi cualquiera (lo cual abre la puerta, o sea el grifo, al abuso infantil o manejo descuidado). Abierto de este modo el paso del agua, esta empieza a fluir con un chorro sostenido y regulable hasta que el grifo es girado a la inversa, procedimiento éste que corta su salida.
Para los no iniciados, la disponibilidad de agua a voluntad conlleva una fuerte dosis de magia o al menos, de lujo extraordinario. Hay anécdotas según las cuales personas acostumbradas a la escasez de agua o a grandes penurias necesarias para acercarla a sus viviendas, llegaron a desmontar grifos de baño y cocina con la ilusión de llevarse de este modo el milagro del agua ‘portable’ además de potable…
Sea cual sea en cada caso el nombre concreto y específico de esos santuarios del agua, el apreciado líquido, imprescindible para la celebración de rituales matutinos, vespertinos y hasta nocturnos de limpieza o su uso gastronómico, llega hasta ahí dirigido y protegido por conductos cilíndricos de largas extensiones, convenientemente ocultos en los muros y paredes de las construcciones llamadas casas. Desde hace ya tiempo hemos conseguido que dentro de esas tuberías se establezcan presiones considerables, permitiendo y/u obligando el agua a subir y ascender por su interior hasta llegar a los extremos abiertos. Desde ahí, el líquido saldría imparable, mojando e inundándolo todo, si no fuera por el invento que nos ocupa: el grifo.
Donde el agua manaría de la boca del conducto como una ingenua fuente natural, se encuentra, pues, con un tope hermético compuesto por laberínticos recorridos interiores y juntas de goma. Su brillante cuerpo metálico exterior, con frecuencia terminado en aspa giratoria —existiendo también los variantes tipo pomo, rueda y mando abatible—, corona el último tramo del caño, y su localización habitual es encima de una pila apta para recoger los sobrantes. Cualquier grifo que se precie, posee compartimentos internos o esclusas que estrangulan el flujo del líquido y retienen su empuje hasta que una mano más o menos autorizada manipule el mando. Para ello sólo es necesario aferrar la pieza terminal y girarla en sentido opuesto al lado preferido de los zurdos, maniobra sencilla y al alcance de casi cualquiera (lo cual abre la puerta, o sea el grifo, al abuso infantil o manejo descuidado). Abierto de este modo el paso del agua, esta empieza a fluir con un chorro sostenido y regulable hasta que el grifo es girado a la inversa, procedimiento éste que corta su salida.
Para los no iniciados, la disponibilidad de agua a voluntad conlleva una fuerte dosis de magia o al menos, de lujo extraordinario. Hay anécdotas según las cuales personas acostumbradas a la escasez de agua o a grandes penurias necesarias para acercarla a sus viviendas, llegaron a desmontar grifos de baño y cocina con la ilusión de llevarse de este modo el milagro del agua ‘portable’ además de potable…
(Instrucciones de uso de lo cotidiano, no traducidas del japonés)
Hola Dorotea:
ResponderEliminarMe han metido en un lío del que quizá pueda salir algo bueno, pues se trata de publicitar nuestros blogs por el antiguo medio del boca a boca (si se puede decir así en internet).
Pásate por mi blog cuando puedas para saber de qué va el asunto.
Hola Dorotea, en fin, que me sedujo este texto, sobre todo esa minuciosidad con la que describes los artilugios del mundo del lavabo.
ResponderEliminarSaludos,
Juanma