LA JAULA DE LOS LOROS
La familia: un lastre, el nido, la protección y el origen, andamio y cascotes, raíces y copa de mi árbol genealógico particular, mi proyecto-planta que se apoya sobre los hombros de los que estuvieron pero ya no están. La transmisión de prejuicios y preferencias, confianzas y traiciones, lo nunca vivido que sin embargo es memoria, lo intuido que todavía está en el futuro, lo mío que me fue dado antes de nacer, y el abrigo que he de llevar siempre puesto o doblado sobre el brazo, en la maleta o guardado en el armario, a no ser que lo queme y llene con sus cenizas algún jarrón para depositarlo en la estantería a la espera de que un día se descorche en mi casa una botella de champán y el tapón haga volar las normas que absorbí a través de mis raíces.
Sobre este volátil fundamento sólido, se erige con cierta anchura y altura –que van aumentando con los años– el tronco de cubierta todavía lisa aunque ya muestre patas de gallo y de gallina y sobre todo de ganso por lo inocentona que siempre he sido. Con filigranas de risa que parecen deltas de lágrimas contenidas, mi piel estresada y dada de sí, me rodea, se extiende justo debajo de la corteza, respira con placer olores y añora tactos que nunca llegan, porque el envoltorio la cubre y aísla.
Hablemos del tema de la familia, que ya estamos en las ramas gruesas de los asuntos recurrentes, que de tanto repetir nos parecen los más importantes. Cruje el follaje seco de los otoños que compartimos; las astillas se resisten y quiebran. Más vale subir y jugar al escondite entre las hojas verdes de primavera y verano, seguir a la tribu de los loros color césped que vuelan gritando como si quisieran llamar nuestra atención: No somos de aquí; la jaula de nuestros antepasados se cayó del barco al muelle. Al romperse, pudieron huir y empezar una segunda vida en libertad, sin calor tropical, con noches frías, sin temporada de lluvia, con años de sequía, sin el cobijo de bosques más altos que el cielo, con esa fuerza esperanzada que nos hace volar de un día a otro…
Esta misma inercia vital nos empuja a nosotros hasta el breve descanso de un viaje o el sueño incoloro de una lipotimia. La distancia limpia el circuito de la memoria: regresas después de veinte días y encuentras acogedora tu casa; te sorprende el brillo mate de la mesa cubierta por una capa de polvo; los tuyos tienen las caras más guapas; la ausencia todo lo embellece. Cuando vuelves en ti después de una lipotimia, los sonidos retornan desde lejos; te habías ido a tomar un respiro a una isla inaccesible, rodeada y vigilada por el fragor de la sangre en tus oídos. Lo que te trae de vuelta a las imágenes borrosas que debes enfocar de nuevo, es la postura de las piernas en alto y el sollozo contenido de tu hijo que de pronto descubre que la piel de su mundo, su diosa madre, también tiene grietas y fisuras.
Y con esa idea te quedas, relajada y casi contenta; te reincorporas a tu montaña rusa personal, te asomas al abismo de las tres de la tarde (la comida sin digerir y Adela y Pepe discutiendo sobre si el enfermo sabe o no lo que nosotros sabemos o no. Ojalá no lo sepa, ojalá no lo supiera nadie y celebráramos cualquier mejoría sin pensar en un inevitable empeoramiento).
Ya sobrepasé los últimos esquejes verdes de mi árbol; siento un cosquilleo de hojas en punta rasgando la gravidez lluviosa de una nube que flota a la deriva. Entre mis uñas se raja, se pincha, al principio gotea con timidez como cuando hablamos en un círculo de extraños. Luego, todo se abre paso: las ganas de dejar las cosas en su sitio arrastran palabras de cortesía y silencios protocolarios, mejora la expresividad, afluyen vocablos, las gotas se convierten en goterones encadenados, y el fuego de la fantasía expira bajo una tromba de explicaciones.
y aparte, volvamos/volemos atrás, busquemos esa chispa de complicidad que se perdió entre el follaje cuando los loros pasaron chillando y contándonos su historia que a nadie incumbe y que casi no me creo. Pero, ahí están, verdes, tropicales, roncos de pregonar su victoria sobre la avaricia del cazador, la estrechez de los barrotes, la torpeza del gruista, y yo voy tras ellos esperando romper mi jaula, encubar a mis hijos, verlos levantar el vuelo piando asustados… para que después vuelvan a mi lado y rompan la jaula que yo les había impuesto.
Ya sabes que me gustan mucho tus escritos, pero éste, a mi entender, es uno de los mejores.
ResponderEliminarEnhorabuena.
Dorotea,
ResponderEliminarLeí le relato hace dos días, me parece un relato magnífico, tiene algo que me gusta mucho, no sé, algo atrayente.
En fin,,, no sé qué decirte,
ah, ¿el dibujo es tuyo?
Sí, el dibujo es mío, hecho además con tableta gráfica y lápiz, lo cual resulta un poco complicado cuando no se tiene costumbre. Desde entonces mi tableta gráfica ha dejado de funcionar, lo cual me fastidia bastante...
ResponderEliminarGracias por considerar interesante el relato/ensayo/reflexión.
Un abrazo a los dos,
Dorotea