(30ª entrega)
Cuando
puso el coche en marcha, tenía la impresión de haberle ofendido, pero no podía
decir nada. Mi garganta estaba oprimida y sólo deseaba estar sola. Pensé en
Manu y en Pedro y en mi dependencia de los demás debida a la ceguera que de
alguna manera seguramente también era culpa mía.
Antes
de salir del aparcamiento a la carretera, Marius me preguntó, y qué bien
conocía ya ese tono impersonal y distante:
-
¿Quieres que vayamos a por tu bolso, o te lo llevo un día de estos?
-
Como quieras, - sonreí con cortesía aunque hubiese querido gritar: - No quiero
causarte más molestias.
-
Molestias.... – Me parecía oír que
murmuraba, pero no pregunté nada.
Y
sin hablar continuamos por la carretera de la costa, donde el frío viento
otoñal metía el olor del mar por las ventanillas semiabiertas del coche.
Después aflojaba la velocidad porque nos acercábamos al centro.
-
Marius, - busqué su mano que estaba en el volante: - Gracias... todo resulta
tan distinto contigo.
Su
mano rodeaba la mía.
-
¿Debo darte también las gracias por tu compañía y por haberme dejado el coche?
– A pesar de la ironía de sus palabras, llevaba
mi mano a su boca y soplaba dando calor a mi piel que estaba bien fría.
Entretanto
habíamos llegado. Se desvió a la izquierda, y el coche dio justo delante la
entrada su saltito obligatorio antes de bajar hasta la puerta automática.
Marius me ayudó a bajar, cerró el coche y me dio las llaves que me guardé en el
bolsillo donde tenía los billetes que Manu me había traído. Estaba dudando si y
de qué manera podía ofrecerle sin ofender mi dinero para sus gastos, cuando él
dijo con algo de timidez:
-
¿Te ha traído dinero tu hijo? La verdad es que no llevo mucho encima, y tuve
que echar gasolina. ¿Puedes prestarme algo?
Saqué
los billetes y se los di.
-
Coge, por favor.
Me
devolvió una parte diciendo:
-
He cogido treinta euros, porque se me ha hecho tarde, y tendré que coger un
taxi para llegar a tiempo para la función.
Me
dio un abrazo amistoso, y me guió con mucha decisión en dirección al ascensor.
-
Me ha gustado mucho.... estar contigo, quiero decir, en la caravana, - dije
mientras esperábamos el ascensor, dándome cuenta perfectamente de lo insuficiente
que eran mis palabras.
-
Te llamaré pronto, - me contestó como si estuviéramos en una estación de trenes
o en el aeropuerto.
Momentos
después ya estaba en la cabina del ascensor, y él se inclinó para apretar el
botón de mi planta. El movimiento le acercó a mí, y esperé que hiciera algo
especial, que me besara o me estrechara entre sus brazos, algo que diera un
aspecto diferente a esa despedida de compañeros. Pero sólo me tocó el brazo con
su mano, y dijo:
-
Hasta pronto.
La
puerta se cerró, y el ascensor se puso en marcha.
El
‘viaje’ era demasiado corto. Me parecía que sólo habían pasado dos o tres
segundos, cuando el ascensor se paró, y yo abrí con cuidado la puerta.
¿Realmente estaba en la planta nueve? Mientras sacaba la llave del bolsillo,
intentaba analizar los sonidos y olores del pasillo: nada, ninguna discusión de
la pareja joven, ningún lloro del bebé..... sólo un ligero toque de lejía. Pasé
a tientas delante de tres puertas, e intenté meter mi llave en la puerta del
cuarto piso que debería ser nuestra casa. Logré introducir la llave, pero no
pude darle la vuelta. Al imaginarme la reacción de los habitantes del piso si
resultaba que no estaba en mi planta, sentía oleadas de calor y de frío, y
rápidamente busqué con la mano las cifras metálicas que en cada puerta del
edificio indicaban el número de la vivienda. Me parecía ser el nuestro, pero
cuando volví a meter la llave, de nuevo no pude girarla. Apoyé la cabeza contra
el marco para estabilizarme, y el dolor de la hinchazón hizo que retrocediera.
Quise apretarla un poco más, para poder ver la puerta, cuando ésta se abrió
bruscamente desde dentro.
El
olor era sin duda el de mi casa, entremezclado con un perfume que desconocía.
Manu me abrazó efusivamente. Sus mejillas estaban ardiendo, y me susurró al
oído:
-
Mam, ¡qué maravilla que hayas venido! Oye, tengo visita... ¿te enfadas si
hablamos luego?
-
¿Por qué debería enfadarme? – dije algo confusa: - Sólo una cosa, ¿por qué no
he podido abrir con mi llave?
-
Papá ha mandado al portero cambiar la cerradura...
Sus
pasos se alejaban, y escuché la puerta de su cuarto, música y la voz de una
chica. ¿Una amiga? Pero en aquel preciso momento no me interesaba especialmente
y no quería oír nada, al igual que llevaba tiempo sin poder ver.
Pasé
rápidamente por el baño, y luego me fui al dormitorio, donde me cambié y me
acosté con una manta sobre la cama. El discman de Manu estaba donde le había
dejado, o sea, encima de la mesita de noche. Me puse los auriculares y conecté
el aparato, pero tuve que volver a levantarme para abrir la ventana, porque la
habitación me agobiaba. Aproveché para correr el cerrojo de la puerta, con el
fin de evitar que Pedro, o en su caso, Manu, me despertaran más tarde.
Cuando
me había echado de nuevo, presté finalmente atención al disco que estaba
puesto. Era el mismo que había escuchado la noche antes de que Marius me
visitara por primera vez. Sentía frío y me enrosqué en la manta. ‘Every now and then, when I see you…’, cantaba la voz
femenina, ‘there seems to be no measure of time…’. Por
la ventana abierta de par en par entraba el olor a sal y a mar.
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