jueves, 14 de mayo de 2015

MIRADAS (19)




(19ª entrega)



Ya llevaba algún tiempo durmiendo cuando me desperté de nuevo. Alguien había abierto la puerta de entrada, y cruzaba el salón con pesados pasos. Me senté y apreté el interruptor de la lamparita: luna llena.
La puerta del dormitorio se abrió y chocó contra la pared. Pedro entró, respirando con dificultad, y se paró justo delante de la cama. La habitación se iba llenando de olor a cerveza.

- ¿En qué has pensado al hacer eso? – chilló: - ¡Un abogado! ¿Para qué te hace falta un abogado?
No contesté porque de sobra conocía su técnica que consistía en dejar que el contrario empezase a responder para luego confundirle con otra nueva pregunta.
- ¡Te he preguntado algo! ¿Para qué te has citado con un abogado? Y ¿por qué razón tuviste que llamar a esa amiga tuya, cómo se llama, Teresa?
Seguí sin contestar, pero noté que mi pulso se aceleraba.

Pedro no había terminado todavía:
- ¿A dónde piensas que puedes ir en tu estado? ¿A vender lotería de la ONCE? No creo que acepten a mujeres histéricas.
Le escuché sin decir nada, y él repitió varias veces con voz asqueada:
 - ¡Un abogado! ¡Cómo si tuviéramos que repartirnos millones!

- ¿Qué pasa ahora, Papá, Mam? ¿Cómo estáis gritando así a esta hora de la noche?
Era la voz de Manu, pesada por el sueño roto. Sentí que Pedro se daba media vuelta hacia su hijo. Cuando habló, su voz se hizo más fuerte por momentos.
- Sí, Manu, hijo, ¿te ha contado tu madre que se ha puesto en contacto con un abogado? -  Una pausa dramática: - Sí, sí, tu querida mamaíta necesita un abogado. No puede hablar conmigo directamente. Ha tenido que llamar a esa tía, a Teresa, para utilizar sus enchufes y quedar con un abogado de élite, como si fuera Claudia Schiffer. – Su voz destilaba ironía y rabia. Se agachó hacia mí: - ¿De qué cuenta bancaria piensas pagar los honorarios de ese picapleitos? ¿De la tuya?, ¿de la mía?, ¿de la de tu hijo?

No podía soportar su proximidad y me alejé en dirección hacia Manu, cuya voz también había subido de tono:
- Mam, ¿es verdad lo que dice Papá? ¿Por qué no me dijiste nada anoche? ¡Papá, tranquilízate, tienes la cara roja como un tomate!
Manu parecía un domador de circo rodeado de sus fieras. Pero alguna contestación tenía que darle.
- Había tan buen ambiente anoche, - dije sabiendo que no lo iba a convencer: - no quise remover la olla de los líos.
- ¿A dónde has escuchado esta expresión tan absurda? – me atacó Pedro por la espalda: - Se lo has ocultado al niño al igual que siempre me ocultas todo a mí. ¿Cuándo aprenderás que no se puede repicar y andar en la procesión?

Mientras le escuchaba como seguía hablando y enfadándose cada vez más, me imaginaba como sus palabras hacían repicar las campanas, colgándose desesperadas de las largas cuerdas e intentando ocupar al mismo tiempo sus sitios en una interminable procesión de palabras vestidas de nazareno que se marchaban y se hacían cada vez más pequeñas, pero tenían que volver para mantener las pesadas campanas en movimiento, y no sabían como reservarse su espacio abierto en la larguísima fila de palabras sin sentido...

- ¡Mírala, Manu, mira a tu madre, no nos atiende ni a ti ni a mí!
Pedro chasqueó con los dedos como si llamase a un camarero.
- Hola, hola, ¿hay alguien?
Manu arrastraba sus zapatillas como siempre cuando se pone nervioso. Seguramente también yo tenía la cara roja por el enfado, cuando le solté a Pedro:
- ¿Te preocupaba si había alguien cuando te fuiste a vivir con esa ....tía?
- Te prohíbo terminantemente que llames ‘tía’ a Ana que es una maravillosa...
- ...una maravillosa ninfómana, o ¿no fue eso lo que me dijiste llorando en mi hombro porque ella había estado con otros?
Pedro se calló de golpe, y me felicité por mi intuición, porque de hecho no me había contado tanto.
Manu silbó entre los dientes:
- ¡Vaya zorra! – dijo olvidando por completo que en presencia de su padre solía evitar expresiones tan fuertes.
- ¿Qué has dicho? – La voz de Pedro hizo que los cristales de la ventana temblaran, o al menos, ésta fue mi impresión. Pedro rodeó la cama con unos cuantos pasos, y yo supuse que había cogido a Manu, porque le escuché chillar:
- Papá, ¿estás loco? ¡Suéltame!

Me levanté de prisa e intenté agarrar a Pedro, pero recibí un golpe en el hombro que me hizo perder el equilibrio. Al caer me golpeé la cabeza contra la pared.
- ¿Por qué le has dado a Mamá? – gritaba Manu fuera de sí: - ¡Ella no te ha hecho nada!
Sentí cómo mi hijo me cogió del brazo y me ayudó a sentarme en la cama. Me dolía la cabeza, pero no estaba aturdida. Me toqué dónde más me dolía y sentí algo caliente. Manu se dio cuenta enseguida.
- ¡Estás sangrando!
- No pasa nada, - busqué su mano y la apreté: - Cálmate y tráeme una toalla para que no ensucie toda la cama.
Mano se fue ruidosamente, y yo aproveché el momento para decir a Pedro por lo bajo pero muy enfadada:
- ¡Vete! ¡Lárgate!
Oí como Pedro se iba hacia la puerta; Manu vino y puso una toalla en mi mano, cuando sonó el timbre de la casa.

- ¡Es la policía! – cuchicheó Pedro desde el pasillo. Al parecer los había visto a través de la mirilla de la puerta de entrada.
- Alguien habrá llamado la policía porque...
- ¿... yo me he golpeado la cabeza en la pared haciendo un ruido de escándalo?
Mi pregunta sarcástica no tuvo respuesta, seguramente porque Pedro ya estaba abriendo la puerta de entrada, al mismo tiempo que volvieron a llamar.
Manu se sentó a mi lado: - ¿Quién puede haber sido? ¿Quién puede haber llamado la poli? ¡Cuando sepa quién ha sido!
- ¡Chis! – lo hice callar: - ¡No se entiende nada!

Incluso estando los dos callados, era difícil entender lo que se hablaba en la puerta de la casa. Pedro hablaba con voz baja, contenida, justo como ha de hacerse en un bloque de viviendas a las tantas de la mañana.
- Sí, sí, es verdad, - decía: - he estado discutiendo con mi hijo de dieciocho años. Parece que mis argumentos ya no le convencen, y sin darme cuenta, me he puesto a gritar.
Se rió suavemente pidiendo disculpas. ‘¡Qué hombre tan encantador!’, pensé rabiosa, ‘comprensivo y dispuesto a buscar la astilla o la viga o lo que sea en el ojo propio’.

Pero el policía parecía estar acostumbrado a explicaciones convincentes.
- A pesar de discutir con su hijo, Usted tiene que pensar en el descanso nocturno de sus vecinos, que pueden sentirse molestos. ¿Se ha vuelto a instalar en esta vivienda? Nos dijeron que se había ido a vivir a otro sitio, por lo cual una discusión a estas horas les parecía a sus vecinos aún más preocupante.
Tal y como yo esperaba, Pedro perdió los estribos: - ¡Si esto no es el colmo! ¿La gente no tiene otra cosa que hacer que seguir mis pasos?

Con un pequeño tirón me liberé de la mano de Manu que me agarraba el brazo, me levanté y salí al pasillo. A juzgar por la corriente de aire y la claridad, la puerta de entrada debía estar abierta de par en par.
- ¿No se encuentra bien, señora? – La voz del policía era amable y tranquilizadora: - ¿Quiere que la acompañemos a urgencias?
Hice un esfuerzo por sonreírme.
- No, no me pasa nada. No... no puedo ver y me resbalé en el dormitorio. Mi hijo estaba tan preocupado que llamó por teléfono a su padre. – Las mentiras me salían como si las hubiese preparado. ‘Será por la práctica que tengo’, pensé de pasada, y continué: - La lamentable discusión con la que hemos molestado a los vecinos, ha surgido porque mi marido insistía en llevarme al médico, y yo no quería. Sentimos mucho que les hayan llamado. Seguro que tienen cosas más importantes que hacer que arbitrar en nuestras peleas caseras.

- ¿Está segura de que no deberíamos llevarla al hospital?

Obviamente los policías veían en Pedro a un marido violento que me presionaba tanto que le defendía incluso en presencia de los agentes. Pero yo repetía lo que ya había dicho, y a los pocos minutos se marcharon, después de volver a recordarle a Pedro su obligación de respetar el silencio nocturno.
Manu ni siquiera había salido del dormitorio. Esperé en el pasillo hasta que el ascensor había bajado, y luego volví a abrir la puerta con un gesto inequívoco. Pedro pasó por mi lado sin decir nada, y justo cuando estaba cerrando la puerta, no pude evitar decir:
- ¡De nada!

No reaccionó, y se fue escaleras abajo. Con sentimientos contrariados coloqué el gancho de seguridad. ¡Vaya espectáculo que habíamos montado!, y a pesar de sentir algo de rencor, también podía comprender a los vecinos.


(SE CONTINUARÁ EL DOMINGO 17)

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