(3ª entrega)
- ¿Qué ha
pasado? ¿Mam? ¿Papá? - Su voz era chillona. - Ha llamado la tía de la
peluquería diciendo que os habéis olvidado el bolso de Mamá con el monedero y
todos los papeles.
Mientras
hablaba con su padre sobre quién recogería mi bolso, yo me fui a tientas
pasando delante de las tres puertas de nuestros vecinos hasta llegar a nuestra
casa, donde su olor conocido me recibió como un gesto amistoso. Agotada – y
ahora sí, bastante mareada - me senté en
el sofá del salón, después de haber repasado el asiento apartando el mando a
distancia de la televisión y una bolsa de patatas fritas.
- Tu madre
no se encuentra bien - dijo mi marido con voz lúgubre: - El médico le ha dicho
un montón de veces que debe adelgazar, pero ella tiene que saber siempre más
que nadie. - Mientras hablaba se alejó en dirección al baño.
Con un
fuerte balanceo de los muelles del sofá, Manu se sentó a mi lado.
-¿Qué te
pasa, Mam? - me preguntó con voz preocupada dándome un abrazo.
- Que no
puedo abrir los ojos. - le contesté, pero tuve que repetirlo dos veces porque
había un partido de fútbol en la televisión, y el público estaba gritando y
silbando.
- ¿Qué
quieres decir con que no puedes abrir los ojos? Simplemente, ¡mírame!
La suave piel de su cara rozó la mía; luego se
volvió a alejar.
- ¿Qué
puede ser? - Su voz estaba ronca. Manu tiende a convertir en nervios todo lo
que le ocurre.
- Me
echaré un ratito, - intenté tranquilizarle: - seguro que luego me encuentro
mejor.
Quise
convencerme a mi misma de que así sería, y me acosté en el sofá, donde como de
cualquier manera no podía abrir los ojos, me quedé traspuesta. Al fondo
escuchaba a Pedro soltar un sermón a través de la puerta del baño, enumerando
las razones que yo tenía para perder peso, y las veces que el médico me lo
había recordado. Las respuestas de Manu a las explicaciones de su padre, eran
al menos extrañas porque hacían más bien referencia al comportamiento del
árbitro que parecía actuar a favor del equipo de casa.
Cuando me
desperté, supuse que afuera había oscurecido, porque a través de mis párpados
sólo pude distinguir la luz azulada del televisor que funcionaba sin sonido.
Pregunté si había alguien conmigo, pero nadie contestó, y me fui a tientas al
baño, aferrándome a la idea de que era medianoche y que me había levantado sin
encender las luces. Con ayuda de este engaño me desenvolví bastante bien, y
regresé sana y salva al sofá donde me tapé con una manta. El corazón me latía
con fuerza, y tenía la garganta oprimida, cuando intenté imaginarme qué podría
haber pasado con mis párpados. ¿Sería el aprendiz un psicópata que me había
echado pegamento superrápido? Pero eso tendría que haberme dolido. ¿Sería una
parálisis de los músculos del ojo? Intenté separar los párpados con los dedos,
pero no encontré la más mínima fisura entre ellos. Noté que mis ojos – debajo
de los párpados – estaban recalentados y pesados, como después de una noche sin
dormir. Finalmente aparté las manos de mi cara, y me fijé en lo que me rodeaba.
(SE CONTINUARÁ EL DOMINGO 22)
Estoy buscando soluciones para que se puedan abrir esos ojos o una explicación de porque no se abren, cuando cierro el blog sigo pensando en ello. Tendré paciencia (no me queda otra) y esperaré al domingo. Saltos y brincos
ResponderEliminarGracias por tu comentario .Me temo que pasarán unos cuantos domingos hasta que la solución se vaya aclarando... Un beso.
ResponderEliminarBuenas tardes, Dorotea:
ResponderEliminarMe tienes totalmente atrapado con tu relato.
'¡Hasta el domingo!