(6ª entrega)
En los días y semanas siguientes, el status quo seguía siendo el mismo:
todos pensaban que era yo la que se negaba a abrir los ojos, y solamente yo
sabía que eran mis ojos los que se negaban a abrir. Pasaba todo el día en casa donde desde siempre había
repartido mi tiempo entre las labores de casa, frustrantes y repetitivas, y
trabajos de traducción que algunas empresas solían encargarme de vez en cuando.
Por supuesto que tal como estaba no podía traducir ni apenas atender la casa,
pero me dedicaba a escuchar música y a recuperar las horas de sueño que por
varias razones había perdido a lo largo de los últimos años. A veces me hundía
en la desesperación, sobre todo al darme cuenta de las limitaciones que tenía
que aceptar, pero otras veces me recogía mentalmente en mi casita de caracol, y
me encontraba bastante a gusto conmigo a solas, a lo cual por otro lado ya
estaba acostumbrada dados el distanciamiento y el rechazo mutuo que desde hacía
tiempo se habían ido produciendo en nuestro matrimonio.
Manu seguía con su horario normal, repartido entre el instituto, las
comidas, los amigos y pocas cosas más. Pedro – que trabajaba por las
tardes/noches en su turno habitual de recepcionista de hotel – se encargaba por
las mañanas de la casa y de la compra, aunque yo le decía que podría solucionar
lo primero mediante una asistenta por horas, y lo segundo a través del teléfono
o de internet. Sin embargo, el mero pensamiento de tener una persona ajena
trajinando en casa, o de encargar las compras sin comprobar la textura de la
fruta, y sin la posibilidad de plantearle al carnicero exigencias puntuales,
provocó una nueva versión de sus comentarios tipo “es urgente que pierdas
peso”, de modo que me encogí de hombros y le dejé que se organizase a su
manera.
Había
vuelto dos veces más al médico de cabecera quien en la primera visita me volvía
a recetar tranquilizantes que me negué a tomar, y en la segunda insistió en
echarme gotas a los ojos. Sin embargo, a mí aquello me pareció un tratamiento
tan violento que reaccioné como una loca. El médico dejó claro que no quería
volver a verme, y dio a Pedro un volante ‘urgente’ para el servicio de
psiquiatría de la Seguridad Social. Cuando solicitamos cita, nos comunicaron que ya avisarían dentro de
seis o siete meses de cómo iba la lista de espera. En alguna ocasión Pedro me
sugirió a regañadientes que podríamos acudir a un especialista de pago, pero no
quise, y así habían pasado algunas semanas.
En
total me había acostumbrado con sorprendente facilidad a la situación. Durante
las horas que pasaba sola en casa, el pequeño piso se me hacía bastante amplio
y lleno de esquinas y trampas a las que – sobre todo al principio – tenía que
enfrentarme: el borde de la alfombra del salón, algún que otro leve desnivel
entre la cerámica del suelo, las patas del sillón que sobresalían un poco... a
costa de unos cuantos sustos y moratones aprendí a esquivarlos, lo cual fue
mucho más complicado cuando se trataba de charcos al lado de la ducha o
zapatillas de tenis abandonadas en medio del pasillo. Lógicamente mis caídas y
tropezones también tenían su lado favorable, porque cada vez pude ver durante
un instante lo que me rodeaba. Descubrí que la intensidad del dolor estaba
directamente relacionada con el tiempo durante el cual podía ver, pero no
teniendo en absoluto tendencias sadomasoquistas, resistí, salvo en contadísimas
ocasiones, la tentación de causarme daño
a propósito para poder ordenar la colada o quitar el polvo.
De
este curioso modo limitada a mi misma y por fin totalmente ajena a los gestos
malhumorados y miradas frías de Pedro, pasaba gran parte del día en la cama o
sobre el sofá del salón. Manu me prestó generosamente su discman, y después de
muchos años volví a disfrutar con la música clásica, además de escuchar todo lo
que se había acumulado entre los compactos de Manu y los míos.
También
hice unos cuantos experimentos con distintos tipos de luz, y me inventé nombres
para los matices de claridad y color que podía distinguir a través de mis
párpados: ocre de cerillas, naranja de mechero, brillo de linterna, pero mi
favorito seguía siendo la luna llena de la lámpara de mi mesita de noche. En
una ocasión se fundió, y me puse tan alterada que Manu se fue enseguida a
comprar bombillas de recambio.
(SE CONTINUARÁ EL MIÉRCOLES 1)
Nos leemos el miércoles, Dorotea.
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