Los dos elegimos sopa para empezar, porque el día estaba
fresco y el aire del mar, agradable en verano, nos mordía en la piel de cara y
manos.
–De segundo, quiero carne, –dijo mi marido– con tu manía de ir de
vegetariana se me está olvidando el uso del cuchillo de punta.
–No hay
problema, –le contesté– mira, tienen hasta cochinillo y entrecot a la pimienta.
Para mí, berenjenas fritas, ya sabes…
–¿Vas a tomar postre?
–No creo porque los
fritos siempre me llenan mucho.
–Pues, fritanga no, entonces.
Unas manzanas más allá encontramos el lugar idóneo para
rematar la faena: un mesón tradicional cuyo cielo de jamones encima del
mostrador estaba bien visible desde fuera. Discutimos un buen rato delante de la
carta expuesta en medio de la calle peatonal, debatiéndonos entre magro con
tomate, albóndigas y callos.
Después de eso, empezaron a repetirme los precios,
y nada más llegar a casa tuve que tomar un poco de bicarbonato. Está visto que
no conviene sobrecargar los ojos ni a la hora del almuerzo ni en la cena.
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