sábado, 4 de abril de 2015

MIRADAS (8)






(8ª entrega)



Unos días más tarde, Pedro se mudó. No es que se fuera muy lejos, de hecho sólo se cambió a otro piso en el mismo edificio, porque la mujer que era tan importante para él, vivía entonces dos pisos debajo de nosotros. Unos meses atrás yo la había conocido junto a los buzones de la entrada. Coincidimos casualmente y charlamos durante un rato. Estaba recién separada de su marido y se había venido a vivir a nuestro bloque con su hija Lucy de nueve años.
El hecho de que Pedro continuase tan cerca de Manu y de mí, era bastante horrible, pero también facilitaba las cosas. Él seguía encargándose de la compra nuestra, y nos proveía con congelados que se podían calentar en el microondas. Unos pocos días bastaron para que Manu se convirtiese en un considerable ‘micro-chef’, y nos preparase todos los días algún manjar de su agrado. De modo que Pedro se había ido – o se había cambiado de piso – y Manu pasaba cada vez más tiempo con sus amigos, con lo cual nuestra vivienda estaba a punto de ser tan espaciosa como era posible para sus dos dormitorios y su pequeño salón.

Como las circunstancias me aislaban de mis contactos por email y chat que hasta entonces había mantenido con mucho interés, me lancé a teclear en el ordenador textos interminables, sobre lo que sentía o lo que no volvería a sentir, además de lo que suponía serían los sentimientos de él y de ella, entremezclados con expresiones de mi rabia y acusaciones, pero al cabo de poco tiempo volvía a escribir poesías volcando en las mismas todo lo que me quedaba de sentimientos de pareja. Así que escribía y guardaba sin poderlo leer ni corregir, pero me obligué a pensar que mi estado no sería permanente, y que volvería a repasarlo todo más adelante.
Al mismo tiempo, seguía evolucionando la sensibilidad de mis párpados cerrados. Era capaz de distinguir gran cantidad de grados de luz y sombra, y si alguien me acompañaba me desenvolvía con cierta soltura incluso fuera de casa, pero naturalmente solía volver pronto por no sentirme en ningún lugar realmente segura.

Un sábado por la tarde acompañé a Manu hasta la puerta. Olía a gel fijador y loción de afeitar, y rechazó mi beso de despedida con un gesto un poco seco, temiendo seguramente que lo despeinara. Con la misma sequedad reaccionó cuando le pregunté a qué hora volvería a casa.
- ¡Y qué sé yo! – dijo reproduciendo a la perfección el deje de la voz de su padre: - Eso depende.

Quise hacer una broma:
- Bueno, yo estaré en casa por si acaso.
Pero no me prestó atención, y segundos después escuché como se cerraba el ascensor. Yo continué todavía un rato junto a la puerta abierta, y una vez que el mecanismo del ascensor había dejado de hacer ruido, me fijé en el panorama acústico del bloque.
En un principio todo parecía silencioso, mientras al fondo se desarrollaban las escenas habituales de nuestra vecindad: en el piso de al lado lloraba el bebé mientras la madre pasaba por la casa, consolándolo de vez en cuando, y seguramente ordenando y recogiendo. Una puerta más allá, alguien gemía, y me imaginé al joven ingeniero de la barba con su amiga ..... no obstante me di cuenta de que me había equivocado cuando alguien apagó un televisor y una voz de mujer dijo quejándose: - ¡No estés siempre pegado a la tele! Ven a cenar.

El interruptor automático de luz de la escalera soltó su ruido característico, y mis párpados-cortinas de color rosa oscurecieron de repente. Desganada cerré la puerta de entrada, y me senté en el salón para escuchar música.
 Los sonidos partían de ambos auriculares, pasaban por mi cabeza y formaban obedientemente en algún lugar central el efecto sonoro que había pretendido el compositor, volviendo a apagarse poco a poco o callándose de golpe. Desde lejos comenzó a cantar una voz femenina que parecía preguntar algo, repitiendo una misma frase, y cuando el sonido se hizo más cercano, entendí su queja: ‘I don’t want to be alone and defenseless.’
- No, - respondí mentalmente: - ni yo tampoco.

Mis manos acariciaban la manta de lana con la que me había sentado en el sofá, sintiendo su tejido desigual de hilos gruesos y finos, y por debajo, mi cuerpo, formado y deformado por tantas y tantas comilonas excesivas y golosinas y mis ocupaciones sedentarias, y cuyas formas redondeadas Pedro llevaba criticando duramente desde hacía años. Así era el marco exterior de mi persona cariñosa, creativa y con ganas de aprender lo que fuese, a pesar de tener ya casi cincuenta años; al lado, detrás y a veces encima se revolvía mi otro yo: una mujer crispada y descontenta, desesperada a veces, siempre dispuesta a criticar y llena a rebosar con ansias de caricias y amor, es decir, de todo lo que desde hacía años faltaba en mi vida. 
- Si fuera bruja, - pensé disfrutando con la idea, - montaría en mi escoba para bajar a la séptima planta, y les haría una visita de madrugada, a esa hora en la que Pedro solía ponerse tierno y no me dejaba leer ni ver la tele...
Extrañada yo misma de mis ánimos de venganza, intenté reaccionar y acordarme de que en el día a día al menos ya no tenía que soportar su constante malhumor, ni el rechazo de todo lo que a mí me importaba. Finalmente me quité los auriculares, porque la música no me relajaba, sino que las voces me ponían aún más nerviosa: ‘Taste my obsessions...’

(SE CONTINUARÁ EL MIÉRCOLES 8)

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