domingo, 29 de marzo de 2015

MIRADAS (6)



(6ª entrega)

En los días y semanas siguientes, el status quo seguía siendo el mismo: todos pensaban que era yo la que se negaba a abrir los ojos, y solamente yo sabía que eran mis ojos los que se negaban a abrir. Pasaba  todo el día en casa donde desde siempre había repartido mi tiempo entre las labores de casa, frustrantes y repetitivas, y trabajos de traducción que algunas empresas solían encargarme de vez en cuando. Por supuesto que tal como estaba no podía traducir ni apenas atender la casa, pero me dedicaba a escuchar música y a recuperar las horas de sueño que por varias razones había perdido a lo largo de los últimos años. A veces me hundía en la desesperación, sobre todo al darme cuenta de las limitaciones que tenía que aceptar, pero otras veces me recogía mentalmente en mi casita de caracol, y me encontraba bastante a gusto conmigo a solas, a lo cual por otro lado ya estaba acostumbrada dados el distanciamiento y el rechazo mutuo que desde hacía tiempo se habían ido produciendo en nuestro matrimonio.

Manu seguía con su horario normal, repartido entre el instituto, las comidas, los amigos y pocas cosas más. Pedro – que trabajaba por las tardes/noches en su turno habitual de recepcionista de hotel – se encargaba por las mañanas de la casa y de la compra, aunque yo le decía que podría solucionar lo primero mediante una asistenta por horas, y lo segundo a través del teléfono o de internet. Sin embargo, el mero pensamiento de tener una persona ajena trajinando en casa, o de encargar las compras sin comprobar la textura de la fruta, y sin la posibilidad de plantearle al carnicero exigencias puntuales, provocó una nueva versión de sus comentarios tipo “es urgente que pierdas peso”, de modo que me encogí de hombros y le dejé que se organizase a su manera.

Había vuelto dos veces más al médico de cabecera quien en la primera visita me volvía a recetar tranquilizantes que me negué a tomar, y en la segunda insistió en echarme gotas a los ojos. Sin embargo, a mí aquello me pareció un tratamiento tan violento que reaccioné como una loca. El médico dejó claro que no quería volver a verme, y dio a Pedro un volante ‘urgente’ para el servicio de psiquiatría de la Seguridad Social. Cuando solicitamos cita,  nos comunicaron que ya avisarían dentro de seis o siete meses de cómo iba la lista de espera. En alguna ocasión Pedro me sugirió a regañadientes que podríamos acudir a un especialista de pago, pero no quise, y así habían pasado algunas semanas.

En total me había acostumbrado con sorprendente facilidad a la situación. Durante las horas que pasaba sola en casa, el pequeño piso se me hacía bastante amplio y lleno de esquinas y trampas a las que – sobre todo al principio – tenía que enfrentarme: el borde de la alfombra del salón, algún que otro leve desnivel entre la cerámica del suelo, las patas del sillón que sobresalían un poco... a costa de unos cuantos sustos y moratones aprendí a esquivarlos, lo cual fue mucho más complicado cuando se trataba de charcos al lado de la ducha o zapatillas de tenis abandonadas en medio del pasillo. Lógicamente mis caídas y tropezones también tenían su lado favorable, porque cada vez pude ver durante un instante lo que me rodeaba. Descubrí que la intensidad del dolor estaba directamente relacionada con el tiempo durante el cual podía ver, pero no teniendo en absoluto tendencias sadomasoquistas, resistí, salvo en contadísimas ocasiones,  la tentación de causarme daño a propósito para poder ordenar la colada o quitar el polvo.

De este curioso modo limitada a mi misma y por fin totalmente ajena a los gestos malhumorados y miradas frías de Pedro, pasaba gran parte del día en la cama o sobre el sofá del salón. Manu me prestó generosamente su discman, y después de muchos años volví a disfrutar con la música clásica, además de escuchar todo lo que se había acumulado entre los compactos de Manu y los míos.
También hice unos cuantos experimentos con distintos tipos de luz, y me inventé nombres para los matices de claridad y color que podía distinguir a través de mis párpados: ocre de cerillas, naranja de mechero, brillo de linterna, pero mi favorito seguía siendo la luna llena de la lámpara de mi mesita de noche. En una ocasión se fundió, y me puse tan alterada que Manu se fue enseguida a comprar bombillas de recambio. 


(SE CONTINUARÁ EL MIÉRCOLES 1)

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