domingo, 12 de abril de 2009

EL CARTEL DE LAS LETRAS DORADAS






EL CARTEL DE LAS LETRAS DORADAS

Cuando anocheció por tercera vez, volvieron los calambres en las piernas y un fuerte hormigueo le recorrió todo el cuerpo. En su escondite debajo del nivel del jardín hacía mucho calor. También le agobiaba la oscuridad, ya que el atisbo de luz que durante el día se colaba por una rendija casi inapreciable, se había ido extinguiendo dando paso al pantano de la noche que anegaba hasta los últimos contrastes, obligándolo a repasar a tientas lo poco que se había podido traer: agua, pan y fruta, una manta y la caja sobre la que se sentaba y acurrucaba para dormir.

En busca de alivio se puso de rodillas sobre la caja y apretó la cara contra la ranura entre el tablón que tapaba la entrada y el bordillo del jardín. Por un instante, una leve brisa le refrescó la frente, pero no consiguió apagar el fuego que consumía sus pulmones, y una tos seca agitó su pecho. Volvió a agachar la cabeza e intentó tragarse, junto con los mocos y el agüilla de las lágrimas sin llorar, la todavía incrédula certeza de lo ocurrido. Esta vez no habría camino de vuelta; tenía que permanecer escondido y en silencio, como si también él hubiese muerto, porque si lo encontraban lo llevarían a una casa de acogida o peor, al reformatorio. Suponía que todavía lo estarían buscando dentro y fuera de la casa: fuera, donde durante dos días con sus noches no se habían callado las sirenas y voces, y dentro, en la casa, en su propia casa, cuyo insistente silencio anunciaba ahora a gritos la ausencia del padre, siempre tan ruidoso cuando reía, discutía, peleaba, vomitaba, se caía…

Sacudió la cabeza con fuerza para ahuyentar los recuerdos que lo atormentaban, pero tras la cortina de sus párpados cerrados siguió reviviendo zarandeos, empujones y golpes. Oyó su propia voz chillona que, desquiciada por el miedo, repetía mentiras descabelladas y acusaba sin convicción a quien fuese, con tal de que el padre lo soltara de una vez.
Cuando, mareado y agotado, paró de moverse, percibió a sus espaldas en la oscuridad del escondite, la pesada respiración del padre. De nuevo lo envolvían el rancio aliento a cerveza y el olor del corpachón mal cuidado que ahora mismo se le echaría encima, lo sujetaría, le retorcería el brazo mientras su voz pastosa mascullaría preguntas sin sentido ni respuesta. En ese momento, un rugido sordo provocó que el chico abriese los ojos de par en par. A la luz blanquecina de un rayo seguido por otro trueno vio sus propias manos, unas manos de niño sucias y arañadas que se crispaban hasta convertirse en puños, lanzándose contra esa cara enrojecida y congestionada, contra esa boca que nunca se cerraba, contra esos ojos que lo perseguían sin reconocerlo.

Ya de pie, los músculos preparados para una nueva huida, el chico se dio vuelta justo a tiempo para que otro relámpago iluminase en su recuerdo la caída del padre, como se tambaleaba, se volcaba hacia atrás, iba tropezando y volteando por el minúsculo escondite, encogiendo y haciéndose cada vez más pequeño hasta chocar contra la pared arenosa del fondo, a dos palmos de la caja, convertido en un pelele de trapo visible tan sólo por la claridad de su camisa que con rapidez iba negreando.

Afuera los rayos se habían apagado. En la densa lobreguez del interior, impenetrable de nuevo para su mirada, el hijo fijó febrilmente la vista en el lugar donde intuía al padre. ¿Se movía? ¿Lo atraparía con su brazo despiadado para continuar pegándole y luego llorar con la cara desencajada pidiéndole perdón?

Notó un ínfimo toque, el roce de un insecto quizás, pero su miedo se disparó anulando cualquier pensamiento. Empujó con ambas manos el tablón que hacía de puertecilla y lo apartó a un lado destapando la salida del refugio.

¡Qué quieta estaba la noche sin truenos ni amenazas! Sintió humedad en la cabeza, en la frente, en las mejillas... Pero, ¡si él nunca lloraba! Sus ojos secos y quemados escudriñaban la oscuridad del jardín y la calle sin alumbrado, mientras su cara se llenaba de gotas, de goterones, de riachuelos de lluvia fresca, de lluvia que caía desde el cielo nublado, mojando la hierba, resbalando por los rosales que había plantado la madre y envolviendo con una sábana de agua los árboles del columpio. Tras éstos algo brillaba con luz propia: un cartel con letras grandes, magnificadas y manchadas por la lluvia, pero que el chico no pudo leer desde el escondite. Entonces, tensó una vez más el cuerpo y salió de su cárcel para acercarse a la promesa de aquellas letras doradas.

6 comentarios:

  1. Que relato más duro, Dorotea. Has transmitido muy bien la angustia del chico. ¡Felicidades!

    Un abrazo

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  2. Ufff... ¿Y dices que mi relato es inquietante? El tuyo sí que lo es. Muy fuerte, Dorotea, y además lo recreas tan bien que he podido sentir en mi piel cada detalle. Me ha gustado mucho.Muchísimo.

    Un besote,

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  3. Pobre chico, ¿hay algo más triste que recibir sólo odio y golpes de quien debería amarte más que a nada en el mundo? Pero como bien sabemos, por desgracia, la realidad de la vida siempre supera la ficción.
    Bonito relato pese a todo, Dorotea, espero que nuestro Tomás encuentre un final feliz en ese cartel dorado.

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  4. Me he llegado a agobiar temiendo que volvieran a encontrarlo.

    Es un relato intenso que me ha colocado en el mismo centro de la historia. Ojalá en esas letras doradas vea cumplido su anhelo.

    Un abrazo, Dorotea.

    Maat

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  5. un relato intenso y por desgracia la realidad que viven demasiados niños y jovenes... que en lugar de cariño y comprension reciben un golpe tras otro, al amparo del alcohol que los padres consumen en demasia, y la falta de cordura que impera en los hogares con maltrato infantil... un relato tan bien construido que inquieta e incluso provoca ansiedad por si la mano del padre alcanza de nuevo al fugitivo

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  6. Gracias por vuestros comentarios. La verdad es que el propio relato me sorprendió a mí misma porque lo escribí de un tirón y no se parece a lo que hago normalmente. Es un ejercicio muy interesante del taller de Ramón.
    Un beso.

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