El atardecer sorprende a los niños entre el ramaje del pezárbol, un ficus centenario en cuya espesa copa se amontonan infinidad de hojas grandes y brillantes. Son tantas que no se sabe a ciencia cierta cuáles sólo tienen forma de pez o cuáles poseen escamas, agallas y aletas reales. Abren profundas bocas tragonas y miran al mar con ojos vidriosos desde su atalaya, hasta que al fin descienden y se abandonan a la sequedad de las baldosas de la plazoleta.
Sentado debajo del árbol, con un cubo lleno de morralla para la cena, un viejo pescador relata mil y una historias; o quizá las mismas historias mil y una vez. Su único oyente es un abuelo ciego que le escucha con paciencia, aunque a veces también algún transeúnte se sienta en el banco, para dejarse llevar por la bien contada lucha con el atún endemoniado, la anécdota del rape que hincó sus afilados dientes en el pie izquierdo del narrador siendo niño, el relato de cómo un anzuelo le causó una herida que nunca ha llegado a cicatrizar del todo...
Nada más empezar el pescador con sus historias, aparecen en el árbol los niños que él recuerda y nunca olvidará. Vuelan y se divierten entre ramas y hojas; juegan al pilla-pilla con los peces, los descubren por bien que se escondan y después hacen rabiar al perro de la vecina. La mayor del grupo, una muchacha rubia, se desliza graciosa y contenta por el pezárbol tumbada sobre el caparazón de una enorme tortuga marina. El pescador la cazó en su juventud y nunca ha podido olvidarla, hasta el extremo de que todos sus cuentos comienzan por un “El mismo año que cogí la tortuga…” o “No había pescado todavía la tortuga...”. Cuando ha contado estos y otros relatos, suele concluir con la odisea de dos días en un barquito a la deriva acompañado por la hija de un vecino. Entonces, la chica de la tortuga atiende y se sonríe sin ruborizarse por los detalles del amorío que tuvo lugar en aquel barco, y del cual conoce todos sus pormenores porque ella misma fue esa primera y única novia del narrador.
Entre los niños que, libres de las leyes de la gravedad, juegan entre el follaje o aletean sin esfuerzo alrededor del árbol, hay alguno que nunca alcanzaría la edad de adulto. Un día maldito el sobrino del narrador se enredó en las artes de pesca, tropezó y cayó al agua. Cuando su tío, desesperado y sin voz por los gritos de auxilio que había dado, logró finalmente sacarlo, tuvo que apartar de ese cuerpecillo menudo cientos y cientos de plateados boquerones y sardinas enormes. En otras circunstancias una redada así hubiera significado una magnífica captura como el tío nunca conseguiría, porque no volvió a la mar. Ajeno a su propia tragedia, el pequeño José sigue riéndose cada tarde entre las hojas pisciformes del ficus; cabeza abajo, se columpia entre las ramas y agarra con fuerza el mero que ha cogido. Nada le hace sospechar que su tiempo está tan limitado como el del pez que llevará orgulloso a la casa para que la madre lo cocine.
Los últimos rayos de la puesta del sol tropiezan con el árbol de los peces y niños recordados; sus finas lanzas penetran entre el follaje, resaltan unas escamas, iluminan una cara. Poco a poco la sombra de la tarde tiñe las hojas de un verde botella, un verde azulado, un verde de agua sin fondo...
Al quedarse el pezárbol a oscuras, ya no revolotean niños a su alrededor. En el silencio que llena el hueco que ha dejado su voz, el viejo pescador se levanta y recoge su cubo con las bacaladillas que parecen estar vivas todavía. Durante un momento observa al abuelo, que se ha dormido; luego lo despierta con delicadeza y lo guía calle abajo para dejarlo en su casa. Después el pescador continuará hasta la suya. Ahora que el día se va apagando, apenas se ve entre rocas y barcos desmantelados. Espera allí, como siempre, la chavala rubia del barco a la deriva; la de la tortuga gigante, que sigue siendo su única compañera.
Sentado debajo del árbol, con un cubo lleno de morralla para la cena, un viejo pescador relata mil y una historias; o quizá las mismas historias mil y una vez. Su único oyente es un abuelo ciego que le escucha con paciencia, aunque a veces también algún transeúnte se sienta en el banco, para dejarse llevar por la bien contada lucha con el atún endemoniado, la anécdota del rape que hincó sus afilados dientes en el pie izquierdo del narrador siendo niño, el relato de cómo un anzuelo le causó una herida que nunca ha llegado a cicatrizar del todo...
Nada más empezar el pescador con sus historias, aparecen en el árbol los niños que él recuerda y nunca olvidará. Vuelan y se divierten entre ramas y hojas; juegan al pilla-pilla con los peces, los descubren por bien que se escondan y después hacen rabiar al perro de la vecina. La mayor del grupo, una muchacha rubia, se desliza graciosa y contenta por el pezárbol tumbada sobre el caparazón de una enorme tortuga marina. El pescador la cazó en su juventud y nunca ha podido olvidarla, hasta el extremo de que todos sus cuentos comienzan por un “El mismo año que cogí la tortuga…” o “No había pescado todavía la tortuga...”. Cuando ha contado estos y otros relatos, suele concluir con la odisea de dos días en un barquito a la deriva acompañado por la hija de un vecino. Entonces, la chica de la tortuga atiende y se sonríe sin ruborizarse por los detalles del amorío que tuvo lugar en aquel barco, y del cual conoce todos sus pormenores porque ella misma fue esa primera y única novia del narrador.
Entre los niños que, libres de las leyes de la gravedad, juegan entre el follaje o aletean sin esfuerzo alrededor del árbol, hay alguno que nunca alcanzaría la edad de adulto. Un día maldito el sobrino del narrador se enredó en las artes de pesca, tropezó y cayó al agua. Cuando su tío, desesperado y sin voz por los gritos de auxilio que había dado, logró finalmente sacarlo, tuvo que apartar de ese cuerpecillo menudo cientos y cientos de plateados boquerones y sardinas enormes. En otras circunstancias una redada así hubiera significado una magnífica captura como el tío nunca conseguiría, porque no volvió a la mar. Ajeno a su propia tragedia, el pequeño José sigue riéndose cada tarde entre las hojas pisciformes del ficus; cabeza abajo, se columpia entre las ramas y agarra con fuerza el mero que ha cogido. Nada le hace sospechar que su tiempo está tan limitado como el del pez que llevará orgulloso a la casa para que la madre lo cocine.
Los últimos rayos de la puesta del sol tropiezan con el árbol de los peces y niños recordados; sus finas lanzas penetran entre el follaje, resaltan unas escamas, iluminan una cara. Poco a poco la sombra de la tarde tiñe las hojas de un verde botella, un verde azulado, un verde de agua sin fondo...
Al quedarse el pezárbol a oscuras, ya no revolotean niños a su alrededor. En el silencio que llena el hueco que ha dejado su voz, el viejo pescador se levanta y recoge su cubo con las bacaladillas que parecen estar vivas todavía. Durante un momento observa al abuelo, que se ha dormido; luego lo despierta con delicadeza y lo guía calle abajo para dejarlo en su casa. Después el pescador continuará hasta la suya. Ahora que el día se va apagando, apenas se ve entre rocas y barcos desmantelados. Espera allí, como siempre, la chavala rubia del barco a la deriva; la de la tortuga gigante, que sigue siendo su única compañera.
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